de "El nombre lo pones tú", novela
Me daba miedo. Ir a por ti me daba miedo. Me
había acostumbrado a la satisfactoria comodidad de no tener nada, de no querer
dar ni recibir nada, más que chapoteos, escaramuzas de vez en cuando, que la
mayoría de las veces se quedaban en simples juegos de la memoria, juegos
estancados que se ahogaban solos sin ni siquiera haber empezado a nacer, un
simulacro de juego o de lo que fuera que no daba más que para tener más
olvidos, más nadas. Un silencio por aquí, un silencio por allá. Nadas en todas
partes. Pero no dejabas de estar, de aparecer en el momento oportuno, cuando
parecía que el barco se hundía o que la locura iba a desparramarse para no
regresar. Nunca te lo dije, pero me salvabas, una y otra vez. Me levantabas,
estaba caído y me levantabas.
Te
fui aceptando en mis territorios, que tú estuvieras se convirtió en lo más
natural, te fui abriendo puertas y ventanas, te fui abriendo mis soledades,
dejé que las fueras ocupando, borrando mis miedos.
En
mis territorios.
Aún
no me atrevía a alejarme demasiado de mis territorios. Estaba hecho a la
comodidad de no moverme, de no tener más compromisos con el mundo más que el
compromiso de no tener compromisos.
Te
fui descubriendo. Me estabas llamando a la guerra, a todas las guerras, y yo no
quería verlo, prefería quedarme en mis cómodas quejas, en mis alegatos contra
todo. Te fui descubriendo. Bella como un verano dentro del invierno.
Aún
no me atrevía a entrar en tus territorios, hacía como que no veía a dónde iban
tus pasos, de dónde venían. Era cómodo no tener nada. Era falso. Era un
infierno.
Empecé
a recorrer tus paseos por la costa, en el asombro de tus paisajes. Primero un
sabor dulce, luego un amargor: el paseo estaba lleno de ti, de tus mundos, de
tus soledades y de tus sueños, de tus silencios y de tus palabras de amor. Me
dolía el paseo, el paisaje que se abría a ti, sólo a ti, a todos los pedazos de
recuerdos que salían a saludarte, a decirte hola, estamos contigo. Me sentía
intruso, o no, extraño, demasiado lejano de tus mundos.
Yo
venía de un mundo que no tiene nombre, con temporales de viento a ras de tierra
y calmas azules en lo más alto, a donde mi mirada no alcanzaba, con estaciones
de paso donde no paraba nadie, con golondrinas rasgando las tinieblas. Yo venía
de un mundo lleno de nombres que no tenían nombre, sólo rostros y siluetas que
no se detenían, que tomaban el rumbo fresco de las estaciones de paso. Tu mundo
estaba lleno de charcos, de salpicaduras de agua en cada esquina, yo me detenía
a mirarte, a ver cómo tu boca se abría en dos labios de agua, en cada parada un
pedazo de recuerdo, tú los silenciabas para que yo no los viera, pero estaban
desnudos, expuestos a la luz, como las pieles de los peces o los gatos, escamas
rotas por los zarpazos, uñas partidas por las escamas, los ojos ciegos viendo
hasta más allá, hasta detrás del paisaje, rodaban los cuerpos como si no
importara, como si rodar fuera la costumbre de los días y las atardecidas, las
noches para el olvido, o para las pesadillas que no querían dormirse solas.
Quintín Alonso Méndez
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