martes, 17 de septiembre de 2013




                             de "El nombre lo pones tú", novela


Me daba miedo. Ir a por ti me daba miedo. Me había acostumbrado a la satisfactoria comodidad de no tener nada, de no querer dar ni recibir nada, más que chapoteos, escaramuzas de vez en cuando, que la mayoría de las veces se quedaban en simples juegos de la memoria, juegos estancados que se ahogaban solos sin ni siquiera haber empezado a nacer, un simulacro de juego o de lo que fuera que no daba más que para tener más olvidos, más nadas. Un silencio por aquí, un silencio por allá. Nadas en todas partes. Pero no dejabas de estar, de aparecer en el momento oportuno, cuando parecía que el barco se hundía o que la locura iba a desparramarse para no regresar. Nunca te lo dije, pero me salvabas, una y otra vez. Me levantabas, estaba caído y me levantabas.
                  Te fui aceptando en mis territorios, que tú estuvieras se convirtió en lo más natural, te fui abriendo puertas y ventanas, te fui abriendo mis soledades, dejé que las fueras ocupando, borrando mis miedos.
                  En mis territorios.
                  Aún no me atrevía a alejarme demasiado de mis territorios. Estaba hecho a la comodidad de no moverme, de no tener más compromisos con el mundo más que el compromiso de no tener compromisos.
                  Te fui descubriendo. Me estabas llamando a la guerra, a todas las guerras, y yo no quería verlo, prefería quedarme en mis cómodas quejas, en mis alegatos contra todo. Te fui descubriendo. Bella como un verano dentro del invierno.
                  Aún no me atrevía a entrar en tus territorios, hacía como que no veía a dónde iban tus pasos, de dónde venían. Era cómodo no tener nada. Era falso. Era un infierno.
                  Empecé a recorrer tus paseos por la costa, en el asombro de tus paisajes. Primero un sabor dulce, luego un amargor: el paseo estaba lleno de ti, de tus mundos, de tus soledades y de tus sueños, de tus silencios y de tus palabras de amor. Me dolía el paseo, el paisaje que se abría a ti, sólo a ti, a todos los pedazos de recuerdos que salían a saludarte, a decirte hola, estamos contigo. Me sentía intruso, o no, extraño, demasiado lejano de tus mundos.

                  Yo venía de un mundo que no tiene nombre, con temporales de viento a ras de tierra y calmas azules en lo más alto, a donde mi mirada no alcanzaba, con estaciones de paso donde no paraba nadie, con golondrinas rasgando las tinieblas. Yo venía de un mundo lleno de nombres que no tenían nombre, sólo rostros y siluetas que no se detenían, que tomaban el rumbo fresco de las estaciones de paso. Tu mundo estaba lleno de charcos, de salpicaduras de agua en cada esquina, yo me detenía a mirarte, a ver cómo tu boca se abría en dos labios de agua, en cada parada un pedazo de recuerdo, tú los silenciabas para que yo no los viera, pero estaban desnudos, expuestos a la luz, como las pieles de los peces o los gatos, escamas rotas por los zarpazos, uñas partidas por las escamas, los ojos ciegos viendo hasta más allá, hasta detrás del paisaje, rodaban los cuerpos como si no importara, como si rodar fuera la costumbre de los días y las atardecidas, las noches para el olvido, o para las pesadillas que no querían dormirse solas.



                                                       Quintín Alonso Méndez

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