El último cuento
Escribir hoy se me hace singularmente
extraño. Cruel. Para mi persona y para quienes me conozcan. Pero necesario. Estoy
metido en el silencio más hondo, de tan profundo que puedo afirmar que éste es
el sonido de la nada. Sí, la voz de este oscuro y hondo silencio es el sonido
de la oscura y absoluta nada. A este punto se llega viniendo del vacío y entonces,
a la vuelta de la esquina, toparte con el resplandor de la luz más ciega, la
única luz que puede cegar. Quien la haya visto alguna vez sabe de qué luz
hablo. A este punto que es de llegada pero que es de partida, se llega después
de atravesar la plaza vestida de laureles y de falsas losetas de piedra, siete
bancos de madera puestos en rincones exactos la protegen, formando un círculo
que en las noches de luna llena resplandece mágico, arropando la hoguera de una
gran estrella de cinco puntas. Esa hoguera produce el milagro de la brisa y escribe
en el aire el nombre del amor con azulencas letras violáceas. Atravesada la
plaza, siguiendo el dedo índice encendido de la punta de la estrella que señala
el norte, empieza la vereda de grava, que los lentos pasos, vestidos de negro,
de los vivos, hacen crujir bajo su peso. Es estrecha la vereda, custodiada,
para que nadie se salga de ella, por dos hileras de flacos, oscuros,
estilizados, orgullosos y silenciosos árboles, de los que nunca pude recordar
su sentido ni su nombre. Al final de la vereda, larga pero corta, apenas si un
vuelo sobre el chasquido de la grava, está la puerta abierta, una verja de
hierro pintada de negro. Uno, dos peldaños, te elevan un poco sobre el vuelo
horizontal para alcanzar la profunda boca oscura y por donde se adentran los
vivos vestidos de negro. Apenas después de un fugaz instante de tiempo, el
vuelo baja al suelo, ondeándose como si hubiera viento dentro de este vacío
oscuro, deshabitado. Un sonido seco sobre una losa de cemento es la noticia del
fin del vuelo. Los hombres vivos, vestidos de negro, susurran que es el fin del
tiempo, pero yo sé que justo hoy, ahora, en el momento que escribo, es el
principio del tiempo nuevo, luminoso, también me lo dice el chirrido de la
verja de hierro al cerrarse. Todo se queda en oscuro silencio.
Afuera, en la plaza de laureles y falsas
losetas de piedra, donde empieza el nuevo tiempo, los siete hombres vivos,
vestidos de negro, están sentados en círculo, cada uno en un banco de madera,
sonrientes, mirando encendidos la desnuda estrella que brilla, creando el
futuro, el incendio
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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