martes, 26 de abril de 2016

 

                                   El último sueño de un viejo

tiempo cero

La noche no tembló. Nunca hubo un temblor, ni dos, ni tres, ni ninguno, no hubo ningún temblor, nunca hubo el verbo haber ni hubo nunca pertenencias, no fue más que el paso en sombras de un sueño de niñez, el aleteo inconmensurable del vacío, del eterno vacío, la plaza vacía, el banco solitario y vacío, solitario el árbol, abandono de árbol, de escritura, nunca hubo el inicio del temblor, tampoco su muerte, nunca hubo nada porque siempre hubo la nada, porque siempre era la mirada desvariándose y derivándose y embarrancándose, repetidamente integrándose para volver a derivarse y desvariarse y embarrancarse, nunca estuvo la mirada, mirada que vino sin venir y que se fue sin haber venido, sin quedarse, únicamente fue esa niebla temblorosa y difusa dentro de las llamas de la hoguera, lo intocable que abrasa y consume y que hace crujir los hilos del aire ardiendo dentro del fuego, consumiéndose, adonde no llega más que la mirada que se queda fuera, en algún lugar del continente de las ausencias, mirada vacía de contenidos, desvanecido el continente. Fue la ausencia de lluvias y de mensajes lo que paralizó el sueño, fueron las ausencias de las palabras que tienen forma y materia, esas palabras que quisieron tener vida propia y leerte el cuerpo, palabras que se deshicieron dentro del océano de un mar que no existió, que apenas si fue un pobre charco que dejó la llovizna del otoño de la vida. Me dirán que suele ocurrir, que al cabo siempre serán más las cestas llenas de fracasos que la mísera cesta vacía, cobijo de una sonrisa que floreció solitaria y solitaria languideció, si es que alguna vez llegó a posarse alguna flor en esta cesta enmohecida, aunque quizás puede que hubiese alguna que otra arriesgada y atrevida avanzada de hormigas exploradoras en busca de zonas deshabitadas, alejadas del ser humano, donde construir sus ciudades mágicas. Por la parte que me atañe, lo desconozco y me dejo llevar en el desconocimiento por el fluir magmático del destino, nada más imbécil, inútil y destructor que el conocimiento humano, su fortaleza falsa, criminal, torpe pero en sus torpezas, pero mano firme en sus disparos, cobarde en sus sentimientos, inflexible en sus miedos, asequible y dispuesto siempre a venderse, es decir, a ser mediocre, cómodamente mediocre. La noche no tembló. Tembló la mano, la materia inhumana de la materia, al adentrarse en la húmeda oscuridad vacía, o tembló la mano ante el paisaje aterrador y desértico de la escritura, mismo paisaje, lleno de escondrijos, en cada página en blanco, cansancio sin salida o la única salida posible del abismo, hasta que la mano se hunda en la memoria y se quede paralizada, rama seca sin sentido aferrada a la sequedad de los huesos. No tembló la noche. Tembló el gesto, apenas si fue gesto, si fue pausa dentro de la pausa, paloma en un día desterrado, instante minúsculo dentro de la pequeñez del instante, vuelo de sombra, gesto apenas al caerse desde los débiles alambres del miedo o el estupor. No tembló la noche, no tembló, tembló mi cuerpo al despedirse de la materia del cuerpo, antes del amanecer, silenciosamente. Un vuelo sin regreso se llevó la luz. La pardela fue degollada por el grito nocturno de la tierra. Mariposas se posaron en tu desnudez y contigo se fueron, edenes de mariposas en cada andén de tu piel, infinito cuerpo donde perderse es alcanzar la eternidad, el no regreso. ¡Infinitas mariposas que siempre te aletearán vientres y suavidades!
Quintín Alonso Méndez

 

sábado, 23 de abril de 2016



La piel del verso


Es textura de planetas frutales
lánguida suavidad sedosa de un roce
o áspera corteza de negro acantilado salitroso
estallido del agua en la verde hoja
sinuosidad del labio en el beso
o rasgadura del frío en el aire de la noche
materia que surge de la llama del fuego   
del más leve gesto de un silencio
palabra astillada en la penumbra
gemido tenue de un temblor
o llanto herido de muerte
es pérdida de niñez
arma del vencido
el pétalo de la flor más sensible
o la espina que desangra
plumaje del pájaro
o dentadura precisa del descalabro
mineral etérea
lejana inalcanzable
tu piel
la piel del verso
Quintín Alonso Méndez


miércoles, 20 de abril de 2016




La piel del verso


Se le fue el verso a la piel
                                   la espuma al seísmo de los sentidos
se le fue el agua a la espiga del viento
                                   la brisa a los dedos que escarbaban
se le fue el verso al cuerpo de la espera
se le fue
               dejó de no estar
                                         indetenible inquieto el verso
nunca está
              vuela se difumina desaparece       
es verso porque no es materia
                                     solo es piel
                                                      ausente piel de la materia
se le fue su pájaro
                          huidor de la cárcel
voló lejos el verso
viaja en los labios de la vida         
navega en tus ojos
                  en tu piel de mujer
Quintín Alonso Méndez





La piel del verso


Se le fue el verso a la piel
                                   la espuma al seísmo de los sentidos
se le fue el agua a la espiga del viento
                                   la brisa a los dedos que escarbaban
se le fue el verso al cuerpo de la espera
se le fue
               dejó de no estar
                                         indetenible inquieto el verso
nunca está
              vuela se difumina desaparece       
es verso porque no es materia
                                     solo es piel
                                                      ausente piel de la materia
se le fue su pájaro
                          huidor de la cárcel
voló lejos el verso
viaja en los labios de la vida         
navega en tus ojos
                     en tu piel de mujer


domingo, 17 de abril de 2016


                                    El último sueño de un viejo

¿Por qué sonará a rumores de mar en este territorio seco y mustio, amarilleándose de vejez cada día un poco más, golpe continuo de fuego de la sequedad más estéril, bajo un abismo parpadeante de cielo abierto, abisal? Entonces será la primera noche de vuelta, del insomnio al insomnio, camino sin luces, sin palabras, natural, como si el insomnio regresara a su casa de siempre, evidenciando que el instante no fue más que un desliz del tiempo y del espacio, un traspiés de la historia, el tránsito sin más de la mudez al derrumbe, sin tránsito, no importa si ese instante desgraciado o indiferente, no importa si inconmensurable. No importa lo que no es. Esa primera noche vagaré por las tinieblas más vagas del insomnio, haciéndome de nuevo a sus formas, a sus abismos, reencontrándome con sus rincones más desprotegidos, con sus huellas innombrables. Puede ser que en esos momentos del reencuentro con la nada, llore para sentirme vivo, injustamente bientratado por el dulzor y no por el amargor de la tristeza. Empezaré a desvariar en la noche, a creerme que tengo una gata enredada a mis pies, una hebra, dos hebras de luz acompañándome, y desvariando, al primer asomo del amanecer, entre mocanes y guaydiles, bajo la lluvia, enterraré a la gata, dos hilos de lágrimas congeladas, la última luz. Inauguraré el cementerio de las cosas muertas, una primera cruz negra como estaca clavada aquí dentro. La maceta del culantrillo, en la repisa donde da el sol, será un inmenso bosque de helechas, laberínticas trenzas verdes abriéndose a la nada, como una gran flor verde sosteniendo el aire. Nacerá y se extenderá musgo en la ausencia. Y pensar en ti será bueno si tú no lo sabes, bueno para las mustias y fantasmales soledades. Empezaré a toser con más insistencia, a estornudar, a resfriarme más habitualmente, a fumar más, a ser más fuertemente débil. Volveré a las viejas y buenas costumbres, que casualmente son las malas. Pero eso no será nada, solo la primera tarde que llevará al reloj de arena de la primera tarde a la siguiente tarde, a la segunda tarde que será mismamente como la primera tarde, pero un grano de arena más fuertemente débil cayendo sobre la horizontalidad vacía, y así cada tarde, hasta la última tarde, desierto interminable, mortalmente horizontal. La fiebre irá ascendiendo lentamente, escaleras de hiedra, porque será largo y lento el derrumbamiento del derrumbe. ¿Habrá sonrisas? No.
Me iré desprendiendo de mí. Con la firme voluntad del destino escrito.
Los primeros síntomas de la vejez serán mentales, fugas de seres que nos habitaban y lo desconocíamos, luego serán físicos. Terminarán siendo la conjunción, la dejadez y el derrumbe, la caída de la memoria y la caída de los huesos, al unísono, como columnas huecas de aire, aunque la mente, esos viejos restos de la mente, triste, solitaria, destartalada y desbaratada, pretenda sostenerlos sobre un suelo fangoso, resbaladiza y hundidamente olvidadizo, engullidor, deshaciéndose, pulverizándose los huesos. No, no existirá el eco, eso corresponde y corresponderá siempre a las complicidades. Será el instinto del cuerpo a encogerse fetal porque es infame el peso de la mente y abrasador el fuego de las entrañas. Seré el más objetivo porque el más perdedor, el más alejado, ganador del más cierto olvido. La belleza pasará a ser un conglomerado de manchas difusas, constantemente en movimiento, como dispuestas en un segundo plano, fuera del alcance de mis manos y de mis recuerdos, imposible visualizarla, contemplarla. Sin piedad, el frío no dejará de azotarme, dolor acerado que el abrigo no cubrirá. Me quedaré en la capa espesa de las olvidanías, en la niebla de los sentidos apagándose. Recordaré lo que siempre supe que recordaré. Y por encima de todo, estará tu nombre, aunque no recuerde a quién perteneció y pertenece tu nombre, y puede ser que ya por entonces ni siquiera sepa el significado de tu nombre, cómo eran los signos de tu nombre. Seré un libre preso de este planeta encarcelado, a pesar de que en los escasos días azules y en los espejismos de las noches de luna, no lo veamos así, sino libre, prometedor, exuberante de lujuria. Para mí será un largo recorrido el instante del derrumbe, pero la historia dirá y escrito quedará que fue un instante pasajero, la fugacidad de lo fugaz. Absolutamente nada. Abandonado por las fuerzas físicas, tendré que crearme en la mente, con el pensamiento, una fuerza que me levante. Porque querré morir de pie, frente al mar de tus securas, ¿llegarás a leerme alguna vez frente a tu mar donde marinas brillarán las escamas, todos tus sueños, tus logros? No podré emborracharme ni siquiera de oscuridad, las úlceras del cuerpo, del alma, no me permitirán una sola gota de alcohol, de luz. Durante un instante, en el instante de la historia, este mismo instante de la historia desparramándose en la escritura, mi único ritual era amarte, en el derrumbe será el ritual incansable de liar el cigarro y nombrarte.

El derrumbe será estar en ninguna parte. Tampoco en mí.
Quintín Alonso Méndez


                                    El primer sueño de un viejo

¿Por qué sonará a rumores de mar en este territorio seco y mustio, amarilleándose de vejez cada día un poco más, golpe continuo de fuego de la sequedad más estéril, bajo un abismo parpadeante de cielo abierto, abisal? Entonces será la primera noche de vuelta, del insomnio al insomnio, camino sin luces, sin palabras, natural, como si el insomnio regresara a su casa de siempre, evidenciando que el instante no fue más que un desliz del tiempo y del espacio, un traspiés de la historia, el tránsito sin más de la mudez al derrumbe, sin tránsito, no importa si ese instante desgraciado o indiferente, no importa si inconmensurable. No importa lo que no es. Esa primera noche vagaré por las tinieblas más vagas del insomnio, haciéndome de nuevo a sus formas, a sus abismos, reencontrándome con sus rincones más desprotegidos, con sus huellas innombrables. Puede ser que en esos momentos del reencuentro con la nada, llore para sentirme vivo, injustamente bientratado por el dulzor y no por el amargor de la tristeza. Empezaré a desvariar en la noche, a creerme que tengo una gata enredada a mis pies, una hebra, dos hebras de luz acompañándome, y desvariando, al primer asomo del amanecer, entre mocanes y guaydiles, bajo la lluvia, enterraré a la gata, dos hilos de lágrimas congeladas, la última luz. Inauguraré el cementerio de las cosas muertas, una primera cruz negra como estaca clavada aquí dentro. La maceta del culantrillo, en la repisa donde da el sol, será un inmenso bosque de helechas, laberínticas trenzas verdes abriéndose a la nada, como una gran flor verde sosteniendo el aire. Nacerá y se extenderá musgo en la ausencia. Y pensar en ti será bueno si tú no lo sabes, bueno para las mustias y fantasmales soledades. Empezaré a toser con más insistencia, a estornudar, a resfriarme más habitualmente, a fumar más, a ser más fuertemente débil. Volveré a las viejas y buenas costumbres, que casualmente son las malas. Pero eso no será nada, solo la primera tarde que llevará al reloj de arena de la primera tarde a la siguiente tarde, a la segunda tarde que será mismamente como la primera tarde, pero un grano de arena más fuertemente débil cayendo sobre la horizontalidad vacía, y así cada tarde, hasta la última tarde, desierto interminable, mortalmente horizontal. La fiebre irá ascendiendo lentamente, escaleras de hiedra, porque será largo y lento el derrumbamiento del derrumbe. ¿Habrá sonrisas? No.
Me iré desprendiendo de mí. Con la firme voluntad del destino escrito.
Los primeros síntomas de la vejez serán mentales, fugas de seres que nos habitaban y lo desconocíamos, luego serán físicos. Terminarán siendo la conjunción, la dejadez y el derrumbe, la caída de la memoria y la caída de los huesos, al unísono, como columnas huecas de aire, aunque la mente, esos viejos restos de la mente, triste, solitaria, destartalada y desbaratada, pretenda sostenerlos sobre un suelo fangoso, resbaladiza y hundidamente olvidadizo, engullidor, deshaciéndose, pulverizándose los huesos. No, no existirá el eco, eso corresponde y corresponderá siempre a las complicidades. Será el instinto del cuerpo a encogerse fetal porque es infame el peso de la mente y abrasador el fuego de las entrañas. Seré el más objetivo porque el más perdedor, el más alejado, ganador del más cierto olvido. La belleza pasará a ser un conglomerado de manchas difusas, constantemente en movimiento, como dispuestas en un segundo plano, fuera del alcance de mis manos y de mis recuerdos, imposible visualizarla, contemplarla. Sin piedad, el frío no dejará de azotarme, dolor acerado que el abrigo no cubrirá. Me quedaré en la capa espesa de las olvidanías, en la niebla de los sentidos apagándose. Recordaré lo que siempre supe que recordaré. Y por encima de todo, estará tu nombre, aunque no recuerde a quién perteneció y pertenece tu nombre, y puede ser que ya por entonces ni siquiera sepa el significado de tu nombre, cómo eran los signos de tu nombre. Seré un libre preso de este planeta encarcelado, a pesar de que en los escasos días azules y en los espejismos de las noches de luna, no lo veamos así, sino libre, prometedor, exuberante de lujuria. Para mí será un largo recorrido el instante del derrumbe, pero la historia dirá y escrito quedará que fue un instante pasajero, la fugacidad de lo fugaz. Absolutamente nada. Abandonado por las fuerzas físicas, tendré que crearme en la mente, con el pensamiento, una fuerza que me levante. Porque querré morir de pie, frente al mar de tus securas, ¿llegarás a leerme alguna vez frente a tu mar donde marinas brillarán las escamas, todos tus sueños, tus logros? No podré emborracharme ni siquiera de oscuridad, las úlceras del cuerpo, del alma, no me permitirán una sola gota de alcohol, de luz. Durante un instante, en el instante de la historia, este mismo instante de la historia desparramándose en la escritura, mi único ritual era amarte, en el derrumbe será el ritual incansable de liar el cigarro y nombrarte.

El derrumbe será estar en ninguna parte. Tampoco en mí.
Quintín Alonso Méndez

martes, 12 de abril de 2016


                                    El último sueño de un viejo

       Será la primera tarde, que ya sabré como la primera tarde del derrumbe porque habrá un silencio inmaterial, sin pájaros, en la luz extrañamente blanca de vacía, apagada, del paisaje, primera tarde que veré clavada en la pared por un alfiler y por un alfiler atravesada, como una mariposa disecada. Será la sensación de que algo se ha ido para no volver. Será el miedo, la hondura más honda de la soledad, pero será así, así será el comienzo del último tramo del camino, yermo como un alma muerta. Primera tarde donde sentiré la tristeza más profunda, más apesadumbrada, desde el dolor más triste, el insensible péndulo que te lleva del miedo al miedo, a la respuesta lejana, sin ropajes, sin matices, desnaturalizada, del desearme una neutra buena tarde. ¡Ah, desventurada tarde única la primera tarde que interminable no dejará de ser la única desplomada tarde, ingenuamente impensable aunque temiéndola y percibiéndola desde el inicio del instante! Así contaré los silencios desde entonces: de tarde a tarde, como de peldaño a peldaño, y como si en ese reducido espacio, entre peldaño y peldaño, cupieran las incontables fases de una luna. Hoja a hoja del calendario que ya no tendrá sentido. Porque se irán borrando las fechas, como se borran las intransitables veredas intransitadas. Primera tarde donde no encontraré más que distancias infinitas por todas partes, por las cuatro caras despellejadas de la soledad, y más infinita la distancia que me alejará de mí, ausente de mí mismo. ¿Me sorprenderá el primer latido de lo definitivo, tan desprevenido me encontrará, tan indefenso? Lo que es seguro es que me llegará el primer grito del miedo, más aún, la primera certeza del fin próximo, más, más aún, del fin ya instalado, aunque los restos anacrónicos de sangre líquida, algunas partículas diminutas, pequeñas grietas en la mente, molestosas tarden un poco en apagarse, cerrarse y secarse del todo. Saldré a la impasible y callada y azul y ensimismada y pálidamente débil empequeñecida luz de la tarde que irá verdeándose, consumiéndose en débiles girasoles, vertiéndose en todos los naranjas y violetas, amoratándose el atardecer, haciéndose luto la noche a solas. No me dirá nada la tarde, nada me dirá la noche. O me dirá el todo. Me dirá lo que no quería reconocer. Que estaré donde estoy y estuve, a un lado. Miraba hacia otra parte, hacia el mundo utópico de lo imposible, mientras la vida iba colocando sus piezas, montando el puzzle. Pensaré en la teoría del susto, regresándome al origen, a tiempos remotos, de donde y cuando nació el susto, la primera raíz, que nació de un hilo roto y creció y se extendió, que lentamente abrazó y estranguló las demás raíces, anulándolas, quedando solo el susto, que no era ese instante indescriptible y exacto del susto, sino la existencia permanente del susto, del estar asustado, presintiendo con temor, cercano, el susto, que surgiría de cualquier parte, en cualquier momento, sucesiones de sustos para lograr el estado perfecto del asustado, pendiente únicamente, con pánico, del estremecimiento del susto, y por eso la parálisis, porque cualquier movimiento de una sombra, cualquier fugaz paso de un gesto, asusta, atrae al susto, por eso la quietud es susto en su estado álgido, preciso, que se disuelve en la nada y te anula, te hace nada. 
Quintín Alonso Méndez

jueves, 7 de abril de 2016

           
                         Las ventanas cerradas del cuerpo

Casa da a un descampado rodeado de ruinas
ese descampado ese patio de la naturaleza
al que acorralan y van sepultando las ruinas
es el patio de una cárcel donde vive libre lo que queda de vida
en las ruinas y más allá de las ruinas todo es ruina
bullicio de patios ajenos
donde se habitan libres los más allegados
patios con las ventanas cerradas para mi presencia
patios que nunca he rondado ni rondaré
patios que esparcen sus ruinas
y van sepultando otros patios
hasta aquí llegan sus paréntesis y sus puntos suspensivos
cierro las ventanas del cuerpo


Quintín Alonso Méndez

domingo, 3 de abril de 2016


                                     El último sueño de un viejo

Tendré miedo, más miedo a cada latido del tiempo que me irá devorando, consumiendo. Más miedo, infinitamente más miedo que ahora. Seré más silencio. Llegaré al pánico. Crecerán y se multiplicarán mis defectos, al tiempo que mi nefasta virtud de creer irá descreyéndose, para acabar en la perfección de todos los defectos y ninguna virtud: la virtud de cultivar mis defectos dejará de ser necesaria. La pequeña manta azul permanecerá ahí, doblada, a los pies de la cama, con la huella cálida pero ausente de una gata acurrucada.
Ni un pequeño grito en la escritura, tampoco susurros. No habrá palabras que se salgan de los surcos escritos, nada más allá de la escritura y nada dentro de la escritura, solo el instante, y nada más acá de la escritura, donde es la nada, antes y después de lo que haya sido escrito, el instante será el intervalo cerrado del todo. Si alguna vez lo hubo, no habrá más intento de buscar lo que no podrá ser ni existir, en la oscuridad hueca de la noche. La memoria dará saltos erráticos, pero sin encontrar sus zapatos, descalza caminará por un mar sin agua con un suelo de duras y agresivas piedras volcánicas, saltará desde abismales acantilados de sueños con imágenes imprecisas que pondrán el sabor de la tristeza en los labios, parecerá que el dolor tenga cuerpo, de tan cercano, de tan adentro. Será un estar sin ser, pero cada día, varias veces al día, en cada punto solar del día, miraré al horizonte que me señalará el norte, ahí reconstruiré días enteros, puntada a puntada, un instante, el mismo instante, en cada puntada, y ahí, nocturna, sonará a madrugadas enfermizas mi voz muda. Me habituaré y me haré a la concavidad del vacío, a la convexa forma de tumba del tiempo, me aferraré a sus lianas viscosas cuando el dolor sea insufrible, gritaré tan para adentro que más me desgarraré. El derrumbe será lo que está escrito en la escritura.
Quintín Alonso Méndez