lunes, 29 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

Eso me dice la escritura, ¡pero cansa tanto ya la luz, hora lejana de la madrugada que me ciega, cansa y muerde y araña tanto en la vista que pretende indagar, escarbar, descubrir!, cansa tanto, tú lo sabes bien, tanto cansa y agota, que ya es necesario, dentro de la más quieta quietud, que me detenga, a tientas y penosamente me ponga en pie, hora lejana de donde estoy, me asome y vea cómo la vieja noche también siente el cansancio, cómo plomiza se va desplomando lentamente, convirtiéndose en la más nada oscuridad, entonces me resulta necesario que regrese tambaleante y lo escriba, porque ya no soy memoria, sólo soy instante, instante, instante, instante, lentas campanadas sonoras pero apagadas por nuestros besos, por nuestros gemidos, campanadas de instantes a cada instante del mismo instante, como golpes de pájaros contra los árboles detrás del cristal. Quizás eche de menos la locura, las flores del manicomio. De aquellos tiempos en que me inventé el juego de, no de amar, juego infantil de niños, el juego de enamorarme. Sólo así el derrumbe podría ser efectivo y certero. Se estremece el estallido del mayor placer dentro del dolor que no deja de crecer. Muero en ti y en la escritura muero solo, sin ti. Y te hago caso, es inevitable, en su parálisis de instante inamovible la escritura sigue su interminable camino solitario.
__Me matas… me matas…
Sólo sé matar.
Hacemos la cama juntos y ya entonces observas y sabes cómo hago la cama cada día, nada más amanecer, con qué cuidado y mimo coloco tu almohada y la cubro con la colcha verde, cómo dispongo los cojines, verdes, rojos, sobre los que tiendes semidesnuda violácea tu pereza lánguida, sin dejar de hablarte del poema aquél que se enredó en lo más recóndito del bosque y al que no consigo llegar, enredado entre las zarzas y las ortigas. Ahora que duermes, el libro abierto posado sobre tus pechos por las páginas del sopor, libélula adormecedora, sueño de cuna, aprovecho para escribirte, hablarte del abismo. ¿Sabes?, es una espesura horizontal, es irme adentrando en el no regreso, al encuentro del punto de no retorno, y a cada lento paso que doy, más se me hunden los pies en un suelo que adivino sin fondo, esponjoso, tragador, más se hunden los ánimos, va desapareciendo el aire, espesándose, aire lascivo, viscoso, que se condensa, se hace sólido y que también se sume en la hondura del abismo, hundiéndose en la espesa humedad oscura, más oscura a cada paso que doy, espesura que devora, ¿sabes?, desparramo toda mi ternura en ti pero no te llega, es pobre y pequeña, apenas alcanza al tamaño de un gorrión, a las alas de un soplo, al gesto de un suspiro. Me digo que solo las migajas de los recuerdos envejecen con nosotros, deshilachadas, apenas hebras raídas que se deshacen y que, como nosotros, se van nublando en la mente, tiras delgadas y borrosas, frágiles, doblándose partiéndose y cayéndose livianas pero pesadamente, como cansancios, como pájaros sin latidos, hojas secas de otoños muy lejanos, sin una sola imagen que acompañe al desamparo, débiles los colores, famélicos, sin el alimento de la luz, son las frutas maduras que caen deshaciéndose del viejo árbol cansado, moribundo. Sé que el amor mutila desmiembra desgarra despelleja desangra y va descarnando con la paciencia implacable de las hormigas, es la tortura de lo imposible, el hallazgo repentino ¡súbito! de la nada. La tristeza duerme el dolor, lo amansa lo aseda lo amuerma lo hace cómplice del silencio. Por el día, la soledad lleva en los ojos la mirada del pájaro enjaulado, por la noche es el sendero sin luna del lobo. Ahora que duermes, te miro largamente, claro de luna, y es cuando más deseo la eternidad de este instante, el instante de alongarme y posarte mi beso en la frente, en los párpados, y quedarnos así, eternamente, pero este dolor que me duele me dice que esta locura de tenerte en mis brazos pronto va a desvanecerse en la desmemoria de lo imaginario, en la historia de la escritura, aquí, en el delirio, que es también el abismo del amor que horizontalmente se hunde en la profundidad pantanosa de la lejanía. Y ahora que duermes, me pregunto si alguna vez he estado en tus sueños y de qué forma, qué lugar he ocupado en tu mundo onírico, qué terribles pesadillas te he producido. También me pregunto, perdido entre los renglones, atravesando tantos y tantos vaivenes de mundos que parecían acercarnos y luego más alejarnos, cómo hemos logrado llegar al instante y aquí insomne quedarme, en la mordaza de la historia, instante de escritura, instante en que la derrota más me derrota y más me vence la soledad, el alarido hacia dentro de la soledad. No despiertes, no veas mis lágrimas, sigue en tu sueño dulce de criatura mágica, no despiertes, o despiértate del otro lado, así, como duermes, de lado, dándome la espalda y dándole la cara al horizonte. Despiertas, ¡ah, escritura irreal, sin cuerpo y sin alma!, despiertas y me llamas, ¡ah, tu voz, aún envuelta en las gasas afrodisiacas, pegajosas, del sueño! Egoísta y lujurioso me deposito sobre ti y ya sentimos la calidez de nuestros sexos acoplándose, frotándose, lo cóncavo y lo convexo, el ronroneo de los infinitos sentidos que despiertan, mi leve dureza indagando en las blanduras carnales de tus labios, oceánicos pétalos de la flor de agua hirviente que se abre y me acoge en sus llamas líquidas, pétalos que se cierran, se contraen y me apresan, haciéndome libre, materia libre, enardecida y enaltecida, que entra en ti. Palpamos mordemos arañamos el gemido del placer, nos agita, brisa del temblor brujo, siempre sorprendente, en la que nos hundimos.
__Entra… entra en mí… ¡entra!
Quintín Alonso Méndez

miércoles, 24 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

Tiro con cuidado del hilo de algodón del tampón, mirándonos, tiro tensando el hilo, buscando el ángulo perfecto que forman las abejas con el sol, la humedad de tu mirada me aturde, hace más desnuda tu desnudez, la hace más desprotegida pero más libre, y me hace ser niño, enamorado niño, quizás por primera y única vez, y sueño, y entonces sueño, dejo que la mente se desparrame ilusa y vea que el futuro eres tú y contigo, y veo aquél verso, «al camino le pongo tu nombre para caminarlo contigo», y veo el fuerte oleaje sin olas que viene del horizonte, con devastadores vientos del norte, pero sueño, no me importa que este sueño nazca, pretenda vivir, y termine ahorcándose del árbol de las mutilaciones.
__Te vas a manchar…
Y entonces tu sexo liberado, sin la prisión de la sequedad que lo oprime, y mi boca se derrumba, desciende resbalándose por tus acantilados alisados por la serenada, se me oscurece la voz por el deseo, se hace caverna, indescifrables los latidos de los helechos en la humedad más íntima, recibo y retengo tu olor originario, el olor de tu raíz más raíz. Lamo y bebo de tu sangre, olor y sabor que ya están y se quedan para siempre en mi sangre, en mi respiración y en mi aliento. Lamo y bebo tus gemidos, lamo y bebo y me hundo en ti y ahí me quedo.
__No hagas eso…
Bebo tu sangre hija de la sangre de la tierra, la muerdo, la mastico, tallos del hinojo más verde que se desangran, lamo la negrura de tu sangre, lamo y bebo tus lavas líquidas y espesas, el dolor y el placer entrelazados, y como la liana del cordón umbilical, salva lo que se corta, salva el abismo, lo que mata, y siento cómo te deshaces en mi boca, deslavazándote, encendido el fuego de la lava, la placidez de la lujuria, siento cómo, en oleadas, tu sabor más sabor, más carnal de hembra, entra en mí, me invade, me conquista, nutre este instante, me alimenta para el resto de los días. Alimento torturador será, mortificante, pero el apacible y tranquilo, aunque triste, aliviador de la espera al definitivo viaje. Ahora, en este instante de la locura o de la escritura, puedo irme al futuro, y regresar, y decirte que en el derrumbe la tristeza de recordarte será el único alivio que tenga mi vida muriéndose.     
__No pares…
Gime la tierra, gime el dolor de la tierra, gime tu boca, se desgarran tus palabras, me estremeces más, me excitas más, me anulo más. Gime agrietándose la escritura ante la sequedad del papel que se cuartea ante la sequedad de la más seca sed. Antes nombraba y citaba pensamientos, párrafos, frases, versos, de otros autores, que hubiese querido míos, ahora, en el vuelo, ¡ay, instante de vuelo fugaz, ay, instante eterno, que apenas llegas, me rozas, y ya te vas!, no lo hago, no es moderno, sabe a rancio, a panfleto, a pobreza vestida de penosa riqueza, a vestiduras robadas, a baratijas adornando el cuello desnudo del cisne, volveré a nombrarlos y citarlos en el derrumbe porque ya entonces no importará y será como un leve soplo de brisa sobre mis llagas supurentas, en la irremediable y más pura más pobre decadencia. Aquí me limito a decir que alguien que escribió sabiamente, una vez dijo que la estupidez siempre insiste. Lo creí. De ello hice mi religión. Ridículo, insistí. En el instante ya había desistido, o no, cómo puedo saberlo, pero insistí terco víctima orgulloso en que quería el derrumbe antes que una concertada amistad burguesa con no sé qué tipo de recompensas o migajas banales, lastimosas, climáticas. Insistí en la permanencia, en la estupidez del instante mientras me derrumbaba, y aunque malamente, aquí en la escritura están las pruebas, escribimos con las uñas en la corteza de la desnudez «vamos a cambiar el mundo», ¡tan insensata la ignorancia!, y a duras penas, nació el instante, lo inventamos, lo creamos, lo eternizamos, lo guardo aquí, en el fondo de la escritura, gota de miel de la más vacía nada, quizás con la vaga vanidosa última ilusión de que te llegue y lo cuides, lo protejas, lo escondas en el rincón más oscuro del último y más alejado cuarto oscuro de tus olvidos. Gime lo más tierno de los sentidos, lo más débil, la sensibilidad de lo más sensible, la materia de la derrota, desatada embravecida llena de espuma la marea, oleajes hirvientes y sangrados que inundan mi boca, agitados los cuerpos, estremecidos, entregados. Aquí la escritura dice que la derrota más justa es aquella en que triunfa el triunfo de la derrota de una parte, y la derrota del triunfo de la otra. Así la distancia es irrecuperable, son los dos polos magnéticos entre los que orbita, por los siglos de los siglos, el instante.
__Por favor… no pares… no pares…
Quintín Alonso Méndez


lunes, 22 de febrero de 2016

                     
                                  El último sueño de un viejo

¿Qué le pasa a la luna?, ¿no la miras, no te has fijado?, ¿quién le quita trozos del alma? Son mordiscos. ¿Quién muerde a la luna?, zarpazos quizás de un tibicena de la noche más oscura. Instante de inviernos sin invierno, fantasmales y huidizas las nubes, aún en el más frío incendio, en la más encendida frialdad del destino, da pena lo que no nos importa, lo que en el fondo nos cubre de indiferencia, y causa dolor lo que se percibe acercándose mientras más se aleja, o creo que es en la dirección contraria, lo que más se acerca alejándose, pero no importa, la causa y el efecto no cambian, no puede hacerse una revolución sin el permiso de los sinvergüenzas, vividores de las ideas y los sueños, alimentadores de las ilusiones, de las que se alimentan, juegan con la ventaja de que, más pronto que tarde, la muerte existe, nada cambia, ¡ah, el temor a la soledad sabe venderse muy bien, muy poética y muy culta y muy cómoda la comodidad! La parte femenina del mundo se desvive por la seguridad, pero la parte masculina no sabe, nunca supo vivir, esconde su gran verdad: nace muerta, vencida, vencidamente muerta, aquí, en la escritura, la sonrisa anciana de la vejez dice en voz muy baja «mortalmente vencida…», apropiándose de tus puntos suspensivos, de tu escoba, de tu alfombra voladora, de tu tristeza y voluntariosa desprendida voluntad de bruja. Hablando de la carne, de la hermosura de la carne, tu abundancia de frutas no puede pertenecerme, hay que hacer méritos, ascender hacia arriba, sin freno, superando las fatigas, son perdedoras las escaleras horizontales, absurdas, de planos escalones interminables, y te ríes cuando te digo «bajo para abajo o subo para arriba», y cómo te digo que siempre se ha hecho y se ha dicho así durante milenios, por eso aquí sí llueve hacia arriba, lluvia ascendente, vaporosa, liviana, desprendida de los minerales, pura, transparente, para luego llover hacia abajo, caer desplomada, débil o salvajemente, desmayándose, como cuando tú y yo hacemos el amor dentro de este instante, cuando la torpeza hace daño y el amor se esconde, entre asustado y enaltecido, tan suavemente y tan animalmente, tan primitivo, cuando se olvida de la cultura, y cuando se la recuerda, torpeza asustadiza, ¡ah, lluvia en la boca!, en el beso más íntimo, más amoroso, más impúdico, más tierno de niñez, de infancia asesinada. Te quito un pelo de mi pubis de los labios, con la suavidad  amor delicadeza con que el pájaro quita una espina del nido, sonríes tan tierna que entonces entiendo el origen del mundo, el destino del mundo, la hondura de amarte y de alguna manera sentirme amado, escritura tan débil que cuando llora palabras dice que está lloviendo. ¡Cómo se tiende, de satisfecha y gozosa, la horizontal y abismal poesía de la nada!, la horizontal abismal nada, poesía perfecta, en blanco, sin palabras. ¡Cómo se extiende, inadvertida, tímida, la más dulce caricia de un sentimiento que se queda callado y quieto, anclado en las palabras escritas, mirándote! Repito las palabras, el desorden de las mismas palabras, porque este caos es cíclico, gigantesco en su menudencia de instante, noche y día en el mismo instante, donde me hundo en tu cuerpo para copular con tu alma y donde la escritura se desangra, y que ya será sangre seca, una mancha oscura, sangre de tiempos remotos, cuando sea leída, cuando la escritura sea lectura, lejos, muy lejos de la literatura. Pero en la lectura siempre hay pájaros que vienen de vuelta porque sabes bien que en la escritura las palabras son pájaros que se alejan, liberándose. Me dices que en tus inviernos no hay pájaros, pero no me dices qué hay en tus inviernos, más adentro del frío, más, más adentro, dentro de ti, ¿quién te habita y a quién habitas?, porque el invierno es recogerse, recibirse, darse al abrazo del abrigo, del propio abrigo, aunque la soledad muerda y escarbe, ¡pero es tan cálido el calor que desprende la chimenea de la compañía, es tan hogareño el invierno, tan conservador, tan hipócritamente agradable, tan dulce, tan proclive a la lascivia! Repito el vuelo de las palabras lanzadas al aire, dejo que caigan sobre la mesa de cristal, otro desorden, otro desbarajuste de letras muertas, otra combinación posible que termina en el mismo sitio que las demás, en el silencio mendigo de la escritura. Llega a ser lastimero el canto de la vida que no tiene canto. ¿Por qué se confunde amar con atar? Es cierto, sobro en este instante, soy escritura de derrumbes. Miro la luz del día, tiene manchas extrañas, de azules griseados, nos están envenenando a propósito, viene otra abeja moribunda y me inyecta sus secretos, su memoria cautiva, te miro, eres la última luz viva que miro, luego será ausencia de luz en los territorios del olvido, donde sólo estará la historia oscura, ilegible. El circular instante reducido de la luz, rodeado de la inmensidad de la no luz. Pero no existe el círculo, es necesario imaginarlo, inventarlo, fabricarlo. Entonces la luz ahí, dentro del círculo, impenetrable, infinitos círculos concéntricos, surge la magia, un desliz, un descuido del tiempo, y entonces somos y estamos dentro de este instante, una abeja que muere cada vez que zumba en mis oídos el recuerdo de tus palabras, «sé que nunca estaremos juntos, lo sé, lo tengo asumido». Eterno instante. Goteo impasible asumido estigmatizado de la tristeza en la escritura, goteo lírico de la miel en nuestro instante. Fácil de borrar o de hacerlo desaparecer, expuesto a la intemperie, gota innecesaria para el océano y gota insuficiente pata un océano. Gasto las pocas fuerzas que me quedan en anclar la historia del instante a estos desabrigados renglones, tirando de las gruesas y pesadas amarras del fracaso. Una tristeza tranquila puede ser mediocre, aceptada, pero es tranquila, aquí y en la escritura, mismo y único instante. Mientras te depilas, cuidas tus uñas, las limas y luego las pintas, delicadas violetas, te escribo te quiero en los libros que te vas a llevar, no estaré, pero mi te quiero sí estará ahí, escrito, nerviosamente escrito en la primera página de cada libro, quieto, inamovible, silencioso, instante de eternidad para nada y para la nada, viajará por lugares remotos de los que nunca sabré, será zarandeado, llevado de un sitio para otro, en viejas y descuidadas cajas, alguien atinará a leerlo y con risas burlona se burlará del destino, quizás tú alguna vez lo leas, al tropezarte con los restos de alguno de ellos, quizás bajo la cama, junto con las secas rosas rojas, quién sabe si te llevará alguna pálida nostalgia, tan menuda y pálida como la pátina que va envolviendo las distancias que se alejan en la oscuridad del tiempo, alguna débil sonrisa por los recuerdos que no recuerdas, los libros irán perdiéndose, desapareciendo, disgregándose, como si fuesen vidas que ya no están, polvo de huesos que ya no pertenecen a la materia, y así desapareceré en la niebla por la que desaparece todo lo que deja de existir, por el ciego túnel del tiempo, pero mi te quiero seguirá respirando mientras respires, aunque no lo sepas, y aún después, respirando los dos en el instante del te quiero las distancias y las tristezas que tanto conocimos y conocemos, el vuelo de la eternidad llevando el olvidadizo instante en su pico mudo, pero invencible, como una onda gravitacional. Dejo de escribir y alzo la vista de vez en cuando, sólo para mirarte, ya sintiendo el vacío punzante, habitado por el frío más frío, de cuando te mire y no te vea, ya pronto, aquí al lado, en el último mundo, en la frontera del adiós, en el derrumbe. Te miro y toda tú brillas. Eres luminosidad. Te llevarás la luz.

Quintín Alonso Méndez



viernes, 19 de febrero de 2016


                                 El último sueño de un viejo

La naturalidad de tu beso, de tu apartarme, de tu figura ondeándose, lasciva, lejana,
__ ¿no vas a dejar que termine de arreglarme? 
__Sí… --pero te sigo, me pongo detrás de ti, diosa ante el espejo, pero me oscurezco, lentamente me diluyo. Desaparezco.
Desparezco en tu olor de hembra. En tu presencia carnal de escritura sin cuerpo, pero corpóreas las palabras, sensuales, mojadas, sensibles como briznas de yerba después de la serenada. Cuando el poder hace ostentación de lo que hace, es que entonces nunca sabremos lo que hace. Mi escritura calla, y se hunde, pero de pie, desnuda, triste y ancianamente erguida, herrumbrosa. Suele pisar y caminar por donde la humedad más oscura porque más profunda, falta de luz, ¡ah, la verdadera luz, la luz negra!, me espera. Sola la escritura y con el orgullo de la soledad a su lado. Pequeña escritura, soledad grande. No es demasiado ruidosa la soledad, ni siquiera ruidosa, nada de hrabaliana, sólo se oyen los ruidos de los silencios de los sueños de los pájaros de los suicidios suicidándose. ¡Cómo empequeñezco al salir a la calle contigo de la mano!, tu hermosura bruja deteniendo el instante, deslumbrándolo, haciéndolo mágicamente real, ¡ah, escritura!, tú en la luminosidad de la noche serena, estrellada, fulgor de Venus, yo adentrándome en la niebla, conmigo, sin mí, yendo a ti. Instante donde caben las esperas de siglos, pero donde los siglos de la espera se desbordan, caen derrumbados. Me ves reír, ves mi primera y última risa, es como si la hubieses traído y ya te la estuvieras llevando. ¡Ah, instante luminosamente ciego, veloz como el éxtasis de la nada, cruelmente real en la escritura, imperecedero! Tu mirada, de paseo en barca por la laguna al anochecer, suavemente nevando, me dice que te llevarás todo lo que has traído al instante, a este instante en que me susurras que estás mojada. Y es cierto que cenamos algas, hilos de musgo, cálidas lumbres de susurros y sonrisas, rociadas por un adormecedor y frío vino blanco, uvas negras como el sexo doradas al sol de tu noche que me regalas, una espesura leve de chocolate rozándote los labios, hormigas dulces, sé que dulces, me lo dicen tus tiernos y besadores labios, tus besos de azúcar morena. Me susurras que tu vientre se hunde por el peso de las mariposas. Rozo y palpo tu gemido, que se astilla acuoso entre los dientes, con la mano rozo tu sexo sobre la tela sedosa de la falda, cálida ternura que se abre, deshojándose, hogueras de agua en tu sexo.
__¿Cómo está? – Tu voz se quiebra, se deshace.
__Palpita…
__¿Cómo está…?
__Chorreando…
 Te apoyas en la baranda, la mano se estremece frotando la delicada y carnosa flor que se abre, húmeda, tierna, temblorosa, palpitante.
__No…no…
Nos ahogamos en nuestras bocas.
Se ahoga la escritura, pierde la noción del tiempo.
__No…
En esta parte insignificante del instante, hoy el día se equivoca, se viste de grises telas de algodón y siente la brisa arisca en el rostro, ¡cómo gozo, tendido en la cama, desnudo a tu lado, embelesado y endiosado ante tu cuerpo desnudo!, ¡cómo vibra deseosa y enamorada esta escritura, la suave caricia del roce de un pétalo en cada letra, la anhelada, inexistente historia que tantas veces en el vuelo fue «la historia que no será»!, parte insignificante del día que nos invita a despacio recorrernos, creo que en silencio, tan débiles las palabras, tan derrumbadas y desmadejadas en su éxtasis, tan perezosos los dedos que exploran, indagan, descubren, resbalando por la piel que se abre y se deshoja, lenta y excitada precipitación del deseo que no quiere dejar de ser deseo, este ascendente y férreo ascenso a la blandura de la dejadez, al pletórico abandono de los sentidos, arden las palabras en el agua de nuestras bocas, en esta escritura débil, perdedora, arden en las llamas del silencio de las palabras escritas, mal escritas, sonámbulas, incrédulas en sus surcos deshabitados, perdidas dentro del tiempo que no deja de parpadear dentro del instante infinito de la sed. Estás aquí y me hablas, aunque calles y no estés. Dentro de la escritura. Sólo aquí me encuentran los recuerdos, en la sima de las derrotas, por aquí se pasea desnudo lo más oscuro de mis oscuridades, no existo más que aquí, soy lo que no se ve. No existo en ninguna otra parte, únicamente aquí, sintiendo el sabor almendrado de tu boca, de tu sexo, untadas de miel y chocolate las fresas de tus labios, de tus pezones. Me rebelo ante la enfermedad del cuerpo, no la entiendo. Pero habito en mi enfermedad. En este olor de la tierra mojada, de los tomateros llenos de nidos, en esta brisa que absorbe el aire y lo azulea, en tus palabras de medianoche llamándome a la cama y que me llevan a lo más hondo de la madrugada. Este olor sublime a sexo que te envuelve entre las sábanas, embriaga los sentidos, busco la humedad oscura entre tus nalgas que lamo y disfruto, me aturde este amor que no dejará de naufragar, néctar de mis palabras, emoción de mi tristeza, muelle vacío, en ruinas, de mis nadas más desprotegidas. Aún aquí, hundido en la escritura y desangrándome, no dejo de hacerte el amor, de verterme en ti, gota a gota. Débil, ausente, deposito cada palabra, niebla que me diluye, en la absoluta entrega de mi yo. Me levanto y me asomo a la habitación, trenzas de caricias en la almohada. Me habito de ti, en la escritura, para estar habitado.
Quintín Alonso Méndez


martes, 16 de febrero de 2016

                                Fotos: Jorge García

                  El último sueño de un viejo

                 
Me doy cuenta de que me estoy despidiendo de los sitios en los que estoy contigo. Sonríes y dentro de los labios te susurro un sí que agoniza, derrotado, un sí ya muerto, que se ha ido muriendo un poco cada año, pero que por primera vez palpita vivo en toda su plenitud en mis labios, «sí…», «¿sí, qué…?», «sí…quiero y te quiero», pero es dolor, un vacío triste para siempre, es dolor y me estremezco al rozar tus pezones erectos bajo la blusa… más suave el tacto tímido, tembloroso, que la palabra suave, aunque rugosa, y así, poco a poco, dentro del instante, a golpes lentos que me van despedazando, es como si también me estuviera despidiendo de ti… Y tus puntos suspensivos aquí, en la escritura, arañando en esta tristeza, y escribo, no tu temblor, no tu quietud, escribo el dolor que te lleva al recuerdo del dolor, donde la mudez que se hizo vuelo está retornando al nido de lo más callado, nido también inexistente dentro de la cavidad de lo inasible. Perderá las alas el vuelo, nacieron torpes, y quisieron crecer, pero torpes crecieron, su destino inevitable era el derrumbe, y fui tan cómico, tan lastimoso, que en el último instante del vuelo o de la mudez, ya me pierdo en recuerdos que no me pertenecen, que se los llevó el temporal del adiós, quise cambiar las esquinas de sitio, ponerle farolas de luna a las penumbras, obstaculizar el paso arrasador del tiempo. Todo me conmueve, sí, ha de ser la debilidad de la vejez, o es el definitivo e irrefrenable deterioro. No llego a la bondad, pero me conmueve toda vida que aletea y sufre, y toda vida que sigue soñando ilusoria e ingenua. Me conmueve el silencio en su tristeza sin remedio. Me conmueve mi muerte sola, tan sin mí. Pero mi muerte lo sabe, yo he muerto antes, por eso no puedo estar en el entierro de mi propia muerte. Todos morimos antes de morir. Vivir no es más que el instante, este instante fugaz, que alargamos entre nacer y morir, y dentro de ese instante está el más fugaz instante de tenerte sin saberte, y más adentro, dentro de este instante, relampagueo de fugacidad, instante más eterno, el instante de saberte sin tenerte, el disparo de la certeza, ¡la vida es la no vida! ¿Por qué estoy en tres tiempos contigo, si nunca estuve ni estaré en ningún tiempo? ¿Por qué se me condena a saber qué es el amor, y si no lo olvido se me condena a la peor de las muertes, sabiendo que no se puede olvidar, aunque se olvide, el único latido que late? La ternura del atardecer me dice que te meces en la hamaca de la ternura, que te recibe en sus brazos, un libro abierto sobre el pecho. Brindo con el paisaje por ti. Mi escritura brinda por ti. Te eterniza. «Ahora ya sabes cómo es el dolor que tanto me dolía», me dices.
El fogonazo de la luz es el mismo fogonazo que el de la muerte, te ciega.
Me invitas a cenar, me ofreces una noche de todas tus noches, me miro, desasistidas manos, no puedo ofrecerte más que este instante, esta escritura sin materia. Me ofreces la naturalidad de lo que desconozco, lo más simple del mundo, lo más alejado de mi territorio baldío. Me pones disfraz de cultura para que nada me duela, y la cultura es burguesa, cosa de ciudades viejas, adoquinadas sus callejas antiguas y estrechas, con olor a dinero rancio y a orines de universidades y catedrales, pero no es necesaria la culta máscara, nada me duele, no hace falta bajar a lo más ínfimo, me quedo en la piel de la superficie, de la nada, en su robustez mediocre. La falda negra, «es de mi hermana», me dices, la hermosa cabellera negra, bosque negro de los sueños, los zapatos negros, elevándote astral, donde te nacen las raíces de la desnudez lenta, «voy sin bragas, como tú querías», me dices, me musitas con la morbosidad de la vergüenza, mientras erotizas tu sedosa cabellera negra del oro negro de la sensualidad, abriéndola a la noche, y que despide el aroma de las flores hambrientas de sol húmedo de lluvia soleada de roces pajariles de lengua de labios de dedos, te ayudo a ajustarte el sujetador, rozo tus hombros, poso los labios, «te quiero», y me crece este dolor de instante débil, mediocre en mi mundo mediocre, más debilitado por mis torpezas, pero poderoso como el más poderoso estallido que pueda tener la presencia de la vida, tu asombrosa presencia, ¡ah, mujer!, te digo «te quiero» con la voz apagada, como de lado, como hablando con la nada más abismal, más horizontal, horizontalidad del abismo con la que tendré que enfrentarme hasta el último aliento, no me oyes, o no te tiemblan los temblores de la piel, así es la naturalidad de lo que desconozco, «gracias», te digo, acariciando tu cintura, el temblor, ahora sí, al resbalar mi mano por tu cadera, o resbalan las hormigas, la extensión del agua después de la lluvia, «¿por qué?», «por nada, por ponerme en mi sitio, pero por nada, pero por estar aquí, gracias»,
__tonto.

__Sí.

Quintín Alonso Méndez

sábado, 13 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

 En este instante asombroso de la eternidad, ves cómo envejezco siglos, palpas mi envejecimiento, las arrugas del paso de la vida que no estuvo, tan viejo el mundo, tan cansado y fracasado, cansancio de la inutilidad, de lo no hecho, envejecimiento desvencijado. Ves todo mi derrumbe, mis ruinas, y quieres ocultármelo poniendo tu sexo en mi boca, tu boca en mi sexo. No me ves llorar pero sí ves mi mirada que vidriada se apaga, que se muere conmigo, tan acompañadamente solo, te viertes en mí, me cubres de tus aguas musgosas, gimo y lloro ante el sublime placer de beberte, pero soy el que muero. Haces el amor con el que muere. Quizás otro amor más que se muere, resurgiendo el que nunca murió, con el que cíclico tienes una cita, con la misma monserga o diatriba del «necesito la luz de tu presencia», aunque dicho de otra manera, más real, más físicamente real, menos poética. Pero no iré al cementerio de los muertos, ¿dónde se quedan los cadáveres, a un lado del camino? Soy el hijo del verbo desaparecer. Desaparezco en tu sexo, en toda tú. Me engulles en el instante de la creación, mismo instante de la destrucción, en el exacto mismo instante construyes y destruyes la vida para hacerla muerte, en este exacto instante en que destruyes y reconstruyes la muerte para hacerla vida, instante exacto de la escritura en que gritas y gimes tu rabia hacia mí, tu odio hacia mí, tu indiferencia hacia mí, tu desgana hacia mí, tu clamor hacia mí, quizás tu dolor hacia mí, justamente ahora, que quieres vestirme de intercambios de climas y colores. Por primera y única vez, bebo de lo ajeno, de lo impropio. Y te bebo porque eres el instante y eres la escritura. No hay más. Nunca hubo más. «Fóllame…», me dices desde la parte más oculta, desconocida, con fiebre, de la escritura. A tu voz, a los pétalos, que son tentáculos, de tu voz, me aferro, me apreso, hundiéndome en la oscuridad, en lo más sublime, en ti, en la leche más pura, que bebo de tu sexo, mordiendo en la raíz más raíz del mundo, en la lechosa raíz del origen primero y último, en donde nació el origen y a donde va a morir el origen. Este instante, esta escritura enana que habría querido que fuese inmensa, mágica, para ofrecértela. Me rodea la frialdad de la luna llena, que delatora, intrusa, refleja todas las soledades, cada rincón y cada sombra de cada soledad. La miras y callas, vestigios de culturas enterradas en el perfil de tu rostro, respiras los olores de la noche, aquí, donde se confunden las voces de la noche con sus silencios, tus miedos en la escultura de tus convicciones, ¡tan frágil todo lo que se desea frágil, lo que se habita frágil y crece frágil! Me engulle la escritura, siento cómo me va devorando, me traga y me arrastra a su centro abismal de agujero negro, es el veneno de la muerte que me atrapa, veneno lento, morboso en su derrumbe lento, en su lento engullimiento, boca oscura de la escritura, tragadora, instante éste en que escritura y vivencia tienen el mismo desnudo rostro desnudo de la desnudez, de la nada, donde qué suave y dulce y triste y opiácea y doliente y perdedora y lánguida es la pereza... la pereza que espera el golpe definitivo.
¡Tanta intimidad entre tú y yo, tantas gotas de miel cayendo en el vacío, en la impotencia primero, luego en la presente penumbra de la tristeza, y que luego por último terminarán cayendo en la desolación más lastimosa! Todo ser vivo nace con la soledad impregnada en la materia de la mente. Estoy en el dolor más intenso de la escritura, el que más destroza y consume, el que arrebata y destripa. A tirones, a jirones, a jaladas desde las entrañas y jalando de las entrañas, la sensación al mismo tiempo de arrebatamiento y aplastamiento. No se puede tener una muerte digna si se vive en la pereza y en la abulia de la tristeza. Estoy en este dolor, en el más perezoso y abúlico dolor, en el más intenso instante, en el dolor mismo del instante, chasquido que se apodera del alma, asustado estoy refugiándome en los incontables, y siempre por encontrar, rincones de tu cuerpo, que reflejan la piel, los anhelos del espíritu encarnecido, tus risas y tus llantos, y lloras, es el rincón oculto del llanto que necesita salir a  la luz, romper cristales, y te preguntas qué haces aquí, quién soy yo, y lloras, buscas la salida, lloras, te asfixias, te asusta mi presencia, no sé si te hablo, sin tocarte, he sentido la ruptura de la rama, su chasquido, y aún no quiero verlo, siento el chasquido del instante, lloras, no me miras, «¿qué hago aquí, en un lugar desconocido con un desconocido?», y ya ha sido el chasquido, la ruptura de la rama, se hace un silencio calmo, las aguas de las distancias vuelven a su sitio, y callas, y te desaparecen las lágrimas, respiras, miras alrededor, vas abriendo los ojos, quizás te viene algún recuerdo, alguna pincelada del tiempo se ha posado en tus ojos, y te quedas, decides por un instante quedarte en la eternidad de este instante, te dices que tan sólo es un instante, el sacrificio de un insignificante instante, nada, la mordida de un mosquito o el simple roce de una hormiga a lo largo de toda una vida expansiva, pletórica, aunque en el derrumbe me dirás «no quería rendirme», me recibes, me muestras caminos insondables, algunos caminos que quizás escondas y guardes para siempre en tu caja vacía, no sé si te olvidarás de mi nombre, pero de mi otro nombre, del oscuro, el que nadie conoce, el nombre del inexistente, con el que hablas cuando hablas conmigo, y con el que no hablas, con el que te acuestas mientras te acuestas conmigo, entonces, ¡ah, bruja que das pero no recibes!, me llevas a tu placer inaccesible de muertes pequeñas, infinitas, infinitas pequeñas muertes en este instante inconmensurable, en la insignificancia de este ahora solitario y definitivo en que escribo, siento entonces que en alguna parte de mi interior germinan los versos más libres, más limpios, tus versos, esos versos que también guardarás en el fondo de tu caja vacía. A la escritura la rodea un tiempo sur que seca las palabras, los sueños, el tabaco de liar que casi a diario me salva de no arder y convertirme en cenizas antes del momento escrito, casi a diario encuentros medios cigarros sobre las sábanas, sobre mi cuerpo, en el sofá, apagados, caídos de mi mano por algún resbaladizo sopor. Escritura que también llegará tarde para ser literatura. Literatura sin piel. Y guías mis manos, los pulsos y latidos de mis dedos, te arqueas y creas el puente de la lujuria. Me entregas tus más exquisitos temblores, los que sacas a relucir sólo en los días de exultante fiesta. Algún día dirás que ensalzo este instante para tener el gran motivo del derrumbe. Te darán la razón. No sé más que esto. No hay otra vida que mi escritura que te hace el amor. No hay más. No dejaré de ser y de estar en este instante, no esté donde no esté. Riego las plantas mientras te vistes, me llamas, te ayudo a vestirte, a desnudarte. Inevitables, caemos en la cama, que se abre para cobijarnos, enternecernos como la yerba de primavera. Caminamos por la tarde, por el paseo de palmeras, sabor a dátiles en tus labios, «y en los muslos, en el interior de los muslos», me susurran golosas las hormigas, «¿de verdad quieres ser padre?», te falta añadir «¿a estas alturas?», no quiero que me veas las lágrimas y te hablo de las bicicletas en estas tardes de sol, las bicicletas que iban y venían mientras, sentado en aquél banco de piedra, yo buscaba un verso en los quejidos de la luz, te digo que es el mismo quejido que siento amándote, «desde siempre busqué tu quejido», te digo, el quejido de la luz, quejido que entra en lo más adentro de antes del tiempo, quejido sin boca, sin garganta, sonido de la tierra de antes de la materia, quejido como de una espera que nunca tendrá encuentros, pero el quejido que se enreda en el instante, en el mismo instante, con el otro quejido, el de ese encuentro que ya no tendrá esperas, ni bancos de piedra donde sentarse, ninguna esperanza en los colores del paisaje, en los gestos de la brisa.
Quintín Alonso Méndez

jueves, 11 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

Sostienes en tus brazos a un muerto. Eso sientes, eso percibes, hueles la muerte, mi muerte, por eso el instante se romperá, ya cruje en tus brazos, hará aguas, pacífico se hundirá con el derrumbe. Te muestro mi locura y así todas las ventanas del cuerpo se cierran, para siempre, un instante infinito de ventanas abiertas, descueradas por los vientos y las soledades de los vientos. Un instante que, apenas se duerme, ya está despierto, buscándote, me muestras un átomo de tu poder de bruja, entras en mi habitación más ciega, hermética, ves mi muerte, callas, presientes y palpas el tamaño del dolor, me quitas las cadenas, ya innecesarias, le quitas el volumen a la casa, su masa amorfa, los objetos pierden su imán, aunque cada objeto sea un silencio oculto con vida propia, muchos yacen inamovibles, inadvertidos, en las alturas de sus nichos, ¿los miras?, son como libros, son olvidos, esqueletos de otros tiempos. Me pertenece todo lo que no he vivido, me alegrea este frío de osamenta, las manos frías, cómo no frías, sin ningún calor que les dé calor, pero por encima de todo, sin ninguna necesidad ni deseo de que otra mano le dé calor. ¿Sabré soportar la tortura de no saberte? Nunca he creído en la pureza de las cosas. Sólo creí en el instante y este instante será destrozado por el mayor de los destrozos: la vergüenza de no tener nada que el derrumbe pueda destrozarme: estás a salvo, justamente estás a salvo: eres este instante y vuelas, ya no puedes dejar de volar, vuelo y escritura en el mismo vuelo, en la misma distancia, ya te amas, ya eres tú, con todos tus bagajes y todas tus ilusiones intactas, reencarnadas: del vuelo tú te diriges al vuelo, al gran y verdadero vuelo, yo, del vuelo me dirijo al derrumbe, cierta la desgraciada equivocación del horario del tiempo. Bruja del demonio, este instante eres tú.
Sabes desde tiempos inmemoriales, tuyos, que las hormigas se abastecen de las piedras más pequeñas y más pisoteadas del camino, de los hilos de agua que desprende la ternura de una niñez, de las espinas soberbias, firmes, que le brotan a las ilusiones. No, no puedo hablar de las ilusiones, nunca las he tenido y nunca me hice ilusiones. Te digo algo, cuando supe que iba a nacer para perder, fue cuando quise nacer, y no se puede perder si no existe, escritura falsa pero viva, un instante contigo o descontigo. El triunfo es la muerte, el desapego. La conozco, vengo de ella y voy a ella. Ya sabes que la vida es este instante que hay entre beso y beso, bajo una riada de besos.
__Quiero que me beses delante de todos, que sepan que estoy --¿por qué quieres suavizar, adecentarlo, mi desperdiciado paso por la escritura, por qué quieres que el beso sepa un poco a beso dulce de lengua con lengua lamiéndose? Entonces soy el invencible, el elegido, y te beso. El elegido para el instante cumbre, ese instante preciso, sajante, de la muerte en la que tu nombre será la última palabra que le dejaré a la vida, a todo lo que desconozco. Sí, fue así, te nombré, en voz alta, tres veces tres. Cambié el clima, cambié el jeito de la luna, cambié de sitio la ubicación del territorio que habitará la nada, y ahora sin mí la vida tendrá menos importancia, dejará de importarme lo que quise de la vida, todo lo que no quise, pero el clima cambió, como si de pronto el clima también hubiese dejado de existir, planicie de clima, todo planicie, quizás ausencias de climas, con los sobresaltos bruscos normales por culpa del abismo que se extiende abanicador y ocupa la naturalidad de lo que no puede entenderse, un sencillo ejercicio de ensayo sobre la existencial inexistencia, las mentiras que el miedo se inventa. Le cambié las ocupaciones a los pensamientos, los pensamientos a las desubicadas desocupaciones. Le cambié los pensamientos a las distancias que se alejan, las no distancias a los pensamientos, ¡bendita soledad, estado perfecto de la vida que va a morirse! Escribo para que nunca me entiendan y me ignoren los esclavos y vendidos servidores del poder.
__Ven aquí…--y me acerco, ¡oh, otra vez el juego de las palabras, de los infortunios afortunados, mi acercamiento a ti alejándome, o mi distanciamiento yendo hacia ti, y ya te desnudo, ya me invade tu esencia, ya me sacude el alma el regalo de la mentira! Son las flores de la sed, espejismos para la inmortal secura, tan pobre, tan mortal el agua que golpea como piedras. Tan seca la esperanza. Tan esperanzada la locura. La sed de las flores.
Quintín Alonso Méndez


lunes, 8 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

En este instante de escritura triste, siento cómo te estoy perdiendo, con la inexorable lentitud de la tragedia, que sé, tristemente lo sé, que de pronto y de golpe caerá, sibilina y silenciosa, como la guillotina en el cuello del delicado cisne negro. 
__Quiero que me vean contigo –y apago y ahogo en la boca los deseos de preguntarte si no se puede evitar el dolor, innecesario mostrar lo que está condenado al derrumbe, y es tu mano delicada en la mía, tu sombra abrazada a la mía, tu luz invadiéndome elevándome derrumbándome lo que procura y me invita al silencio que te muestro apacible, ignorante de todo.
¡Oh!, esta vertiginosa lucidez, metido en los escombros, en mi propia cosecha de piedras secas y polvorientas, lucidez vertiginosa devorada por lo no hecho, por la voluntad de quedarme en la nada más absoluta, en los deshechos, en la nada de las nadas, regando y cuidando las flores de la nada, hablando con ellas, exaltándome con ellas. Nunca un amor me lloró, me lloraron los desamores, tan compasivos, y apenas fue un desamor que se murió en su propia muerte, tan así, tan descarriado un raíl de aldea, el olvido está detrás de cualquier muro, de cualquier muralla construida a base de insomnios y puntadas en las bases de las columnas. Fuera de mí, sin mí, pero hay que darle un vuelco a este mundo, embrujarlo de satanismos, desplazar y eliminar a los santos, ¡tantos santos!, benefactores de la humanidad, darle un vuelco, si pudiera, a los sentimientos de este instante, de esta escritura impronta, pero sigue el rebaño dócil defendiendo la impunidad, defendiendo la esclavitud, disfruta por complejos ancestrales a estar sometido y a su vez tener sometidos a los más débiles, a los renacuajos, invencible la eclesiástica y castrense pureza de la maldad, tan inmaculada, religiosa, patriota, criminal, miro tus tetas y cómo te crecen los pezones, excitados y excitadores, ¡me llaman como me llama el néctar del vino más delicioso, más ancestral!, veo que el color del aura que rodea tus pezones es el mismo color del aura que te rodea y te protege, te aísla, te endiosa, te ayuda al equilibrio entre las tristezas y los sueños, entre los dolores y los encuentros, me crece el dolor de la distancia que ya empieza a alejarse, a desatarse y desligarse de mis pobres ataduras de papel. La escritura también morirá, lo sé, pero eternamente viajará por las dimensiones de lo anhelado y lo soñado, navegará por el mar de la frustración, solitaria, perdida y perdedora, pero navegará o volará o reptará, con su fondo marino o aéreo o subterráneo, atiborrado de viejos futuros hundidos, aniquilados. Quiero mostrarte mis rincones más arrinconados, más escondidos, y me derrumbo, no tengo rincones que mostrarte. Caigo en la cuenta de que mis sacas están vacías, completamente vacías. Entonces dejo que entres en lo que tengo, en mi oscuridad, hueca, oscura por no nacida, por nunca nacida ni tentada a nacer, por no respirada o existida o conocida. Oscuridad a la que el instante le cierra las puertas por un instante, tú, conocedora de mi desconocida presencia, ausencia presente siempre, siempre mi vértigo al vértigo, tú, que quizás llegaste a tocar mi muerte, que quizás la palpaste y sentiste su frialdad su ausencia de mármol. Mi terror pero mi destino. Mi pánico al adiós, pero mi encuentro con el adiós más solemne, más perfecto, redondez de la escritura.
Escritura redondeada por tu estancia silenciosa en el instante, suave y entregadamente silenciosa, y entonces es el instante, tu creación, tu redondez de un instante, de este instante, con el sentimiento de que sientes de que ya llegó la hora, y me cantas la canción, alegre, y te sorprendes, y te ríes, yo no, y entonces en este mínimo instante infinito eres libélula mujer alondra atardecer mediodía descubrimientos alba mujer ola roca musgo agua violeta gemido silencio todo todo todo, ¡ay!, dolor en el más exquisito placer, en el placer más doloroso, inexistente la existencia, ternura de instante condenado a embarrancar. Las flores del rosal, secas bajo la cama, deshaciéndose en el polvo del más olvidado olvido.
Quintín Alonso Méndez


jueves, 4 de febrero de 2016


                                  El último sueño de un viejo

__¡Quién me iba a decir que me vería aquí, a tu lado, tendiendo tu ropa!, ¡tu ropa interior! –y yo la tuya, tarde de luz cálida, entre mis dedos, húmedas, tus bragas lilas, negras, abanderadas, tus blusas, tus faldas, y te miro y me gusta cómo se te marcan los pezones en la camiseta blanca pintada con rostros de máscaras primitivas, tus pechos suaves, redondos como lunas, blancos como la blanca ceguera del estremecimiento más tiernamente temblador, ubres que se mueven libres, gozosas, suaves como la caricia de esta brisa que nos mece y nos trae instantes tiernos dentro del instante. Hijos, nos traen racimos de hijos.
__¡Madre mía! – y tu melena, robada a la noche del sol, se alborota, como si estuviera llena de pájaros, me golpea tu sonrisa con el dolor y la tristeza del que ve alejarse la luz, tan cercana y material ahora, en el instante.
__Hoy nos quedamos todo el día en casa, ¿vale? –me rozas los labios, beso mimoso, cruel, de cariño, de «no te quejes, mucha gente ni siquiera sabe que existe el amor», intento sonreírte, pero duelen las piedras frías de tus verdades, la desprendida sonrisa me muerde en la dentadura, sangro, y ¡ay!, la escritura se salta instantes del instante, pensando o más bien deseando tan ilusa que aún me quede tiempo para seguir escribiéndote, la escritura y la mala literatura aún se piensan que la voluntad lo es todo. Tus carnes vivas, esplendorosas, carnales, no dejan de llamarme, porque deseo enjaular tu alma en la jaula de mi alma, jaula sin rejas y sin puerta, jaula dolorida que se incrusta en mi alma amurallada, atravesándome como se atraviesa la espuma, viendo y mirando tu mirada serena, implacable, firme, tristemente firme, en su rumbo, ¿por qué he de saber lo que será, lo que sabré? El derrumbe será esplendoroso, porque, mírame, le he cambiado el rumbo a tu mala suerte: no estaré. Al derrumbe puedes llamarlo el futuro, porque sólo en el futuro se halla la muerte. En la escritura te tiendes al sol, al que le ofreces tu rostro, los ojos cerrados, pétalos de párpados, y le ofreces tu sonrisa bruja de diosa brillando para la luz cálida que te acaricia, ofrecida a ti porque estás, venida a posarse en tu cuerpo desde el vértigo del sol, las hormigas entre tus delgados largos y blancos dedos, te escriben letras de agua en los muslos, se excita y se alza el deseo con un grito callado, de sexo otra vez despertándose, llenando la casa con su olor opiáceo, que el instante sea nada más que instante y se detenga, que la escritura detenga el tiempo y detenidos nos quedemos oferentes al sol, dulcemente oferentes excitados, recibiendo el placer de esta calidez semidesnuda delicadamente excitada, ¡ah, placer de la no materia, temblor en el agua! Hoy eres la niña que a veces pasea conmigo, cogidos de la mano, tardes borrachas azules de embriaguez disipada, niña mujer que en mis brazos te desparramas hembra amor, tus paseos conmigo por calles y caminos que te miran entre comprensivos y agradecidos y entre ellos murmuran «¡al fin!, ¡el cobarde la llamó, al fin se atrevió, le pidió ayuda!». Todo el deseo de mi vida metido en este instante. Instante quieto, quizás muerto, anclado en la escritura. Silencio de abejas. Silencio de hormigas que se deslizan y deslizan tus dedos, te rozan el pubis… púbico desorden de mis deseos, ahí tus dedos musitan versos que excitan la piel, la piel del alma, leves temblores que tiemblan en tus labios, brisas que te vienen desde lejanas nostalgias que no existirán. Me duele todo. Silencio de la cara oculta de las palabras, incrustadas en el núcleo del instante, calladas, tristemente calladas, invisibles, en el oscuro núcleo de la escritura. Nos metemos en los libros, buscamos sacudidas que ya habíamos presentido, un renglón que nos arribe a alguna costa donde el salitre nos salpique todos los besos, y no te lo había dicho, pero hay versos que reflejan lo que siento por ti, depositados en la única gota de instante que se ha posado aquí, en mis desechos, versos, qué importa qué versos, esos mismos versos que un día releerás y no recordarás haberlos leído, de tu boca saldrá un nuevo «nunca he querido tanto», un nuevo «bien hallada», un nuevo y prometedor «bienvenida», no puedo evitar que el acero me atraviese, acero de palabras que se han instalado aquí, en mí, en la escritura, un nuevo «soy feliz», aún a costa de que la felicidad haya requerido el desgaste de las fuerzas, el abandono, al final la desidia, pero al principio del final, en el corazón del «hola» del instante, «guapa y feliz» le dirás al mundo, abiertamente libre, ligera, desnuda, feliz. Nos quedamos en los bordes de los libros, donde se simulan los bordes de la madera, sus grietas, sus venas, las estrechas veredas que han fabricado las hormigas, cubiertas por los helechos, sus abismos no compartidos, como buenos abismos, verdaderas soledades en las flores de la mentira.
Quintín Alonso Méndez