domingo, 31 de enero de 2016


                                  El último sueño de un viejo

Se escabullen mis dedos por entre tus piernas, que se abren voluptuosas, trémulas se abren, gimientes, frágiles, gimiendo débiles susurros, como débiles ramas del árbol más débil ante el roce de la brisa. Los dos sabemos que el silencio no es más que la máscara que cubre y oculta la tristeza. Se escabullen mis dedos, aprendices de hormigas amantes de la miel. La nube grisácea ligera que pasa por tu mirada me trae una mentira triangular: estás, no estoy, no estamos, me trae un dolor, que realza la infinitésima magnitud del instante, veo la guitarra apoyada en la pared que te espera, veo tiempos giratorios que no dejan de formar remolinos en tus pensamientos, veo ansiedades que te esperan impacientes, soy la sombra que la farola deja fuera de su óvalo de luz amarillenta, esa sombra que has pisado tantas veces madrugueando por las húmedas calles estrechas y viejas, y soy esa sombra del árbol en el parque del mediodía, sombra que se alarga o se estira, siguiendo el arco del sol en su parábola diaria, pero siempre fuera del cuerpo, y soy la sombra de tu risa, de los silencios que no te abandonan. Resbalo, me caigo, mi dureza de viejo iluso pobremente se alarga en tu vientre, atrevida la dureza porque atrevida la ignorancia, rastreándote, frotándose temblorosa en las frutas abiertas de tus carnes, vuelan tus temblores como fiesta de pájaros y mariposas y violetas y geranios, logro atrapar algún roce, algún beso, los más débiles. Ahora sonríes y deslizas mimosa y suavemente, ronroneando, la mano bajo las bragas, ¿por dónde andarán las calideces de las aves, los cantos rumorosos de los bosques?, noche fría que se refugia en la oscuridad, el dolor más dulce en las aguas turbias pero transparentes de tus ojos y tus bocas, niebla, niebla que nos cubre rumorosa, abate sus alas sedosas, nos desnuda, remoto zumbido de abejas, lejano y suave como rumor de árbol, presagio de viento que pronto nos zarandeará en la lujuria, un quejido tenue te mordisquea morboso el labio, sonrisa desnuda, inquieta, que se mueve gozosa moviéndose en delicados círculos sobre el latido más palpitante, más vivo, arcos de uvas tus caderas, en cosquilleos de bailes las hormigas caminan por tus dedos, hundiéndose en la humedad del estremecimiento, noche más fría más adentrada en la oscuridad, cada silencio es una frontera, un muro de aire deshabitado, se rompen las olas, se desmadejan, quejosas como lumbres, cruje la materia en el vacío, ¿qué luz negra encendida en lava trepa desde los más hondo en busca del estallido?, ascienden racimos líquidos, gimientes, en cascadas que queman las raíces del placer más carnal, fría la noche en su escultura de derrota consumada, invisible, pero ¡ah, tan presente, tan contumaz en su invisible vestimenta ausente presencia!, de «la maravilla de los pájaros», dices, pero es la luz que burbujea, la luz después de la luz, la luz que viene gozosamente viva a vivir donde ya es la muerte, la que viene del desgarro, de las cuerdas rotas del violín, noche oscura depositada en mi frío para ya no irse, ¡ah, la noche, la poesía, la más asombrosa soledad acompañada de la soledad simplemente sola, origen y destino de soledad!, noche fría donde el abrigo no abriga y el abrigo es alguna hilacha de algún verso demasiado antiguo o anticuado o trasnochado o carcomido o demasiado metido en el tiempo del olvido que se olvida, que solamente abriga lo que no tiene abrigo, abrigo para la nada, para el cadalso, abrigo que esconde pero no protege, verso o noche o prosa vertida que confluyen y cohabitan en el instante, en el justo mismo instante, y no es voluntad de cerrar los ojos, es el fulminante destrozo que desampara, y ciega, y cambia el caudal de las aguas, y nubla la vista, poderosa vejez que no perdona, ¡ay, si pudiera olvidarme de mí mismo y entonces ser yo!, ¿oyes el canto sensible de la mudez elevándose, viniendo al vuelo, oyes su melancolía de presente que ya no tiene historia, ni siquiera presente?; el instrumento poderoso de la naturaleza, el sexo, es un gorrión que en el mismo ciclo circular decapita y esparce la semilla, las amistades son burguesas, digo bien o digo mal, son cobardes, no pasean por los parques, se encuentran en falsos escondrijos, que como el alcohol, se valen de las artimañas de la debilidad, del «quiero que sepas que te quiero», o del aún más cruelmente cruel y falso o vago, indefinido como el vacío que se engrandece, «¡si supieras cuánto te pienso cada día!», ¡ah, verdaderos andamiajes falsos!, sublimes instantes en que el instante desperdiciado, echado a perder, se agradece, ¡tan cómoda y confortable la sentimental cama de la amistad, tan acogedor ese abrazo, tan dulce y apacible y gozoso y para nada pecaminoso, aunque contagioso, el gozo amistoso, tan íntimo, tan puro el deseo que surge inevitable de lo más inevitable, la pretendida y buscada debilidad!, ¡ah, poesía póstuma!, la otra raíz que nace de la nada más nada, del miedo, que rompe la cáscara que disimuladamente espera el momento preciso, sellada del todo la complicidad, unir los flujos, arrejuntarlos, la sangre de lo verdadero, la conciencia seducida, la bondad de lo amistoso, tan calmo, tan cerrada y callada, pero cuando la mirada navega por los mares del sentimiento solitario, desvalido, ¡pobre y descarriada mirada!, las amistades desaparecen, no tienen formas, también son náufragos que reclaman su parte de soledad al otro lado, ¡ah, el lado oculto de lo que no existe!, la sorprendente historia de la amistad, columnas de este tambaleante mundo, cobarde entrega de los ropajes más íntimos. Te miro, me asusto, no puede ser cierta la historia que pueda caber en un instante, tan hermosa y mortalmente cierta la historia, tan mortal el instante, y me grito, y me rebelo, y me digo que no ha de ser cierta la historia, para que así sea cierta en su plenitud y en su destrozo completo, me rebelo me grito para que palpite, tenga voz, tenga nombre, tenga alas y nidos y pájaros en la escritura, innecesario, injusto que sea cierta, basta que sea certera, un puñal clavado en el corazón, inmejorable el clima de la plenitud, el clima del destrozamiento, en el equilibrio exacto en que las gotas de sudor sean estas transparentes perlas en la noche de la serenada, con la luna resbalando por tus muslos desnudos, mármoles mórbidos que se abren a las aguas, las fresas y las almendras son el sabor que la lluvia arrastra, sabor de los minerales que resbala indecente de tus ojos a tus labios, ¡ah, los árboles y los zarzales que se enredan entre los dedos mientras atardece!, ¡ay, amor, ya nunca te diré que te amo!, instante quejumbroso y lastimero que se queja de la eternidad tan efímera del instante, relampagueo de lujuria que se instala en la escritura para guardarse y guarecerse de los temporales, «¿dónde estás?», me preguntas con tu voz callada de siempre, con tu mirada mirando a lo lejos de siempre, con tu presencia ausente de siempre, con tu desnudez hermosa de hembra niña mujer de siempre, y al instante, nunca pienso lo que digo, en el instante te reconozco lo único que sé, «en ninguna parte y sin ti», violines y flautas y saxos, hiedras atrapando los muros, sosteniéndolos, suenan dentro del cuerpo del agua, así es la materia de la no materia, y al mundo no le importa que te diga «aquí, contigo», a nadie le importa, a la escritura sí le importa, corren ríos de lava por tus muslos que me queman los labios y me los alivian con brisa de algas, ¡heridas inmortales!, ¿por qué la tristeza es tan hundidora?, noche fría en su frialdad de muerte, los sentidos se burlan y juegan a burlarse de la mente, escriben desde detrás de la escritura, la mente reconoce su impotencia ante las sacudidas repentinas de los renglones presos que juegan a ser libres, así vuelan los renglones, cegados por la luz, libertariamente recluidos en lo que no saben ni quieren saber, ¡presa libertad! Nos sentamos, nuestras manos se abrazan, y jugamos a estar eternamente juntos, instante de la recogida de los sueños, de la hora de la tibieza, metidos en la cómoda espera, que en mi caso también lo dejo en cómoda imposible ya muerta espera. Sé del color de tus territorios y tú sabes que mis territorios no tuvieron ni tendrán colores. Noche fríamente fría que se incendia del frío más aniquilador. La poesía es la noche y la noche es la soledad. Pero es la escritura sumergida en su cementerio de sueños. Flores de la tristeza.
Quintín Alonso Méndez



jueves, 28 de enero de 2016


                                 El último sueño de un viejo

 A cada instante que pasa dentro del instante, más te preguntas qué haces aquí, y encima con un extraño. Es tu forma de empezar a irte. Me quedo impotente mirando la oquedad del vacío, con la certidumbre y el miedo delante del derrumbe al que me he de enfrentar. Eso habré de hacer, enfrentarme a le exhibición del derrumbe, enfrentarme a la visión de todo en ruinas, ahí estaré, lo sabes, ante la consumación de la tragedia, siendo yo comedia consumándose. Entre latido y latido está el más oscuro y silencioso vacío, pero está el deseo del latido. En toda la comprimida extensión del instante. Miles de pensamientos, miles de frases caben en este instante de la escritura, pero todos los sentimientos caben en la misma fosa, en la misma sepultura. El cansancio llega a tu cuerpo en suaves ronquidos, que son ronroneos de la marea entre las rocas. Somos mar y somos tierra y somos aire y somos la luz que nos anochece y nos desnuda, y en este instante de la conjunción, somos la hoguera que nos incendia, donde deseo consumirme y me consumo. O somos la nada que siempre fuimos, un canto de sirenas debajo del agua. Soy la mentira que esperaba en la esquina equivocada, de otro tiempo. Sé que me miras y ves mi rostro oculto, me observas, me estudias y decides. Aceptas rendirte. Es el alivio inaudito del aire fresco de haber decidido y haber acertado. El peso no es más que lo que era, una nube ligera que un simple soplo de luz hace desaparecer. Estoy en la burbuja del instante inaprensible y voy a la derrota para que seas triunfo. Fuera de la escritura no existo. En la burbuja sólo está el canto de lo que podría haber sido. Está tu sonrisa besándome. Todas las preguntas que caben dentro del instante, aquí no caben, en las palabras escritas. Muchas veces duelen más las preguntas que cuáles puedan ser las respuestas, porque cada pregunta es un mundo interior que sufre y las respuestas ni importan ni son escuchadas, sólo es el dolor que necesita un poco de aire, el alivio de la brisa, aunque después vuelva a su oscuro y doloroso mundo, a su silencio. Apenas si te hago preguntas, aparte de las cotidianas, «¿quieres beberme y que yo te beba?», «¿me das tu boca, tu saliva, tu lengua?», «¿adónde vas, en tus pequeñas muertes, cómo regresas?», preguntas así, de las que no espero respuestas. Únicamente me hundo en ti.
La escritura se estremece cuando siento los dos golpes secos en la puerta, metidos en la noche, reales dentro del instante, y suena más real que el golpe del frío en la desnudez de la noche, son dos golpes nítidos, reales dentro del sueño del instante, también inaprensible el sueño del instante, una llamada de alguna parte, cada cierto tiempo, cada vez que el instante es más instante, más intensa la presencia de la ausencia, más intenso el dolor del dolor en el cuerpo del alma, y se estremece la escritura con la bulla que arman los mirlos aún antes del alba, se despierta el sueño, o se viene a esta parte donde la soledad no deja de morder, dos golpes secos que parecen decirme «no te duermas», me levanto y me vengo aquí, al instante, a la burbuja de la escritura, envuelto en el rumor de un mar desconocido, donde me sumerjo, donde te sientas a mi lado y me sonríes, imposible escribir la historia si la estoy viviendo. Soy ceniza. Pisa la ceniza, restriégala, y verás que desaparece. La historia arde, se consume en sus propias llamas, enloquece, grita silencios, ato el tiempo a tu presencia, te lo llevarás contigo, a lo más alto de tu ausencia, a lo más elevado, y aquí se queda la historia, atada a la escritura. Serán cenizas. O será un náufrago destinado a errar por el Universo, la constancia de lo que no existe. Aquí está la arena, aquí está el agua y aquí están los dos frascos vacíos, testimonios del vacío. Cuanto más entras en mí y más te siento, más te alejas. Así me cuentan que son las mareas, se acercan a los sentimientos para alejarlos. Libros sobre la mesa, por el suelo, en las sillas, libros en la cama, un libro abrazado sobre tus pechos, la belleza de tu desnudez bajo la camiseta, tus ojos cerrados, la luz pacífica que el cortinaje deja pasar para mecerte, mecer tu reposo apacible de niña de mujer de hembra. Te miro, siempre te miro por primera vez, extasiado. No me interesa el mundo, desintegrado, me interesa matar el poder, todo poder, que el mundo sea otro, lo más distinto posible, y por encima de todo, que el mundo me ignore, no me importo. Puedo abrirme y abrirte mis sentimientos y sentir y decirte mientras duermes que deseo que este instante tuyo tenga las consecuencias de que todos tus instantes sean el instante simple de la vida, del gozo. Yo no sé. Pero me siento orgulloso de que nadie me eche en falta, a eso me dedico de siempre, desde que me nacieron. Quito las abejas muertas de la azotea antes de que las veas. Pero dejo que las hormigas sigan invadiendo el territorio, el tuyo, el de la materia, hormigas que regresan, a resbalar por el columpio de piel de durazno de tus caderas. No te digo nada, me desnudo ante ti, te muestro mi frustración, mi fracaso como loco, mi nada absoluta, y me desnudo y no me ves, más cierto, más sincero, no me miras, no necesitas mirarme, vienes a confirmarme, a decirme que eres mi última oportunidad, que el tiempo apura, como el vino, pero no te secuestro, no te seduzco con mi presencia mágica, con mis poderes, al contrario, me abandono a lo que soy, a todo lo que no soy, nunca quise oportunidades, las he rechazado, no quiero vivir este mundo de plástico adornado con instantes de plásticos, me vendo a la escritura, pero sólo a la mía, al instante perfecto, intacto, mientras abro tus piernas y hundo mi boca, mi lengua, en el océano oscuro de tu sexo. No me digas que es cómodo renunciar, no hace falta que me lo digas, no intentes herir a la muerte herida. O es una herida asombrosa, lúcida, de herida muerta. No me digas que cada uno elige su vida y cómo vivirla, no me digas adiós en cada beso, no te importe que mi muerte sea lenta y perdure en la escritura, soy capaz de vivir y de morirme en la nada en el más completo olvido y silencio. Rechazo la amistad, es penosa, como ponerle vendas a los sentimientos. Y no divago, no soy más que este instante. Me investigas y sabes que es cierto, todo en mí es nada, y no me veas como fracaso mientras me dejas tus labios tu carnosidad tu sublime sexo. Déjame aquí, como la anécdota de un instante inexistente. No sé más. No quiero saber más. Esta historia tiene la humildad precisa como para quedarse estática, firme en sus instantes doloridos pero callados, y callada la historia. Cada vez me cuesta más exprimir la seca esponja de las palabras. No me preocupa, me arrastro, me duelen todos los esqueletos, pero escribo con las palabras que recuerdo. Hace mucho que la salud mata. En la escritura, la luna camina al revés, todo es un contratiempo. Quizás me escondo aquí, y esconderse es ir a contratiempo. ¿Me escondo en ti? Tus vaqueros estrechos, me gusta ver cómo te ondeas al quitártelos y ponértelos. En el instante, cada instante de ausencia de ti o de mí o de los dos, es un dolor mortal. Cuando no estés, ¿por dónde naufragaré? La escritura se escabulle por los surcos.  
Quintín Alonso Méndez


lunes, 25 de enero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

__Muy bien. Todo me resulta conocido, ¡cuántas veces me vi aquí, pensando que nunca estaría aquí!
Callo. Me recreo en tus manos, viendo cómo las hormigas ya se acercan, envolviéndote. En el vuelo no existe más que el volar, el dejarse llevar por las corrientes.
__Bésame…
Te beso. Lamo tu lengua. Mordisqueo tu labio. Me levanto y le grito al mediodía azul
__¡te quiero!
__Estás loco.
__Sí.
Me siento, te beso. No lo sabes, pero vierto mi tristeza en tu boca, ¡ah, instante de todos los instantes!
La pena tiene peso. Peso que oprime, reprime. El peso de la nada del instante es el peso que dobla, tumba, mata. No hay playa en este instante, la playa la fabricamos nosotros, sus arenas son las orillas de nuestros sexos. Bajo escaleras y me tiemblan las piernas, las subo y las rodillas se me clavan como hierros incendiarios, asesinos. Todo es contigo, todo. No hay playa, el mar te pertenece a ti, es tuyo. Siempre lo he sabido. Pero infinitas playas en el instante de la entrega de tu cuerpo, de tus sentimientos vagando por la costa, descifrando los signos que el destino te envía, tus silencios son palabras para el mundo que te espera, y son silencios que me muerden a mí, tan lejos de todo, tan apartado, como el páramo del bosque. Soy el canto glorioso de lo que no hay, la música la pones tú, que la llevas ordenada en tu mente por colores. Aquí no hay trenes porque no hay estaciones. Las lágrimas son el picotear de los astros nocturnos en el techo de la noche, bajo la que se aguarece la solitaria nada. La tos, buena compañera, no me deja, es como la estupidez, que decía Camus, siempre insiste, por eso la escritura parece que brinca barrancos cuando sólo tiene pequeños sustos, pero es que la escritura sabe que el derrumbe viene de antiguo y deprisa, de antes de todo nacimiento. Somos el intervalo cerrado de un instante, esa pequeñez que todo dios desprecia. No te gusta, rechazas que mi lengua horade en tu oreja, antesala del susurro, del gemido que quiere subirse a la pleamar, encaramarse en tus caderas. Tienes fronteras para mí, el instante no da para trepar, ni siquiera para descender, me acuesto con tu tristeza, que es dulce porque cierras los ojos y entonces dulcemente recorres tus naufragios y los abrazas. Te pertenecen. Así estamos aunque no estemos. Soy la pieza innecesaria para tu puzzle, pieza que cuando la recuerdes, la veas ahí tirada dentro de la olvidada caja, te traerá de vuelta una leve sonrisa. Nada más. Y nada menos. Demasiado premio a un instante. Me ofreces el sexo de tu sexo y el silencio de tus sentimientos, por eso soy dios en el instante, aquí, ahora, la escritura, yo. El instante no tiene fecha, tampoco territorio. Sólo tiene la edad y el continente de una isla inexistente. Paseo poco por el pueblo, mis paseos son al aire libre de la oscuridad, me hago pluma oscura de ave nocturna, así invisible recorro los caminos y me apoyo en las esquinas de lo que no tiene remedio. Cantan las cigarras y lo que oigo es el crujido de la barca que se seca en un vértice de mi desierto. Me dices que estás mojada y la tristeza me crece, pero me crece el deseo, ¿la vida es una alucinación cuando se envejece? Porque ahora te miro, te toco, toco tu mirada, miro la hondura de tu materia, y me digo que lo único hermoso que queda antes y después del instante, es morir. Pero seré muerte distinta en el derrumbe. No te gusta, rechazas que hormiguee en tus sueños, no estoy en ellos. Antes del instante ya fui borrado.
__Me gustaría volver a casa. Tengo ganas de ti.
¡Cuánto me duele la belleza de tu mirada!, mirada que no volveré a ver. La guardo aquí, en la escritura, bajo las palabras.
__Vamos… --me dices, y tu sonrisa húmeda me estremece.
La noche despejada con luna, augura una gran serenada, mañana las flores tendrán perlas transparentes en sus pétalos, y en tu piel desnuda, en la oscuridad, brilla la excitación, parpadeos del placer, nuestras voces se quiebran.
Quintín Alonso Méndez

 

jueves, 21 de enero de 2016


                                    El último sueño de un viejo

__¿Ya me puedo volver?--. Tu voz seductora que me viene como de detrás de una cortina, voluntariamente sensual, mimosa, provocadora, sinuosa como el talle de tu cintura. 
__Cuando te quites las bragas.
Lentamente lo haces y vienes, desabrochándote la blusa, vienes diosa bruja vienes niña mujer hembra, sentándome sobre mí, te brillan los pechos, los ojos, brillas como promesa de incendio, tus manos en mi nuca, mi boca en la tuya, la humedad que me inunda, ¡ah, este placer antes del dolor! ¡Este vuelo antes del derrumbe! Te asombra ver posado el cernícalo al lado de la gaviota, respirar el olor a incienso en el aire, la luz azul de la transparencia, sentir la pereza del lagarto, la música de los pájaros. Te asombra mirar alrededor, luego mirarme, y verte aquí y verme aquí. Veo y vivo mi muerte. Nítida. Oigo voces en la habitación de al lado, ya me dan por muerto, los oigo, cuestión de horas, dicen, horas convencionales, me miro, es cierto, no me veo, pero desde fuera me miro, y ahí estoy, mi cuerpo ausente sin mí, los brazos extendidos, caídos a lo largo del cuerpo, las manos abiertas, vacías, soy materia que no se mueve, materia a la que le quitaron los sentidos, así estoy, y te miro, dentro del instante paralizado, paralítico, dentro del instante te vivo y te sueño, parálisis del tiempo, el mismo instante pero infinitos instantes, cada uno con su suspiro y su gesto propios, diferentes dentro del mismo instante. Y te sientas sobre mí y cruje la rama seca como cruje la poda con la luna menguante de febrero, ruge el viejo mástil que se hunde en las aguas, o ruge este mar de tierra adentro devorando el débil mástil, mástil de orilla, si acaso de algún charco perdido en la vastedad del páramo. Eres la ola que nunca atravesé. Recuerdo con la misma frialdad, tendría que decir neutralidad, la primera mujer que penetré, no recuerdo su nombre, que el primer suspenso de la vida, tampoco recuerdo la asignatura. Pienso en nosotros mientras gimes en mi boca, pienso en nosotros que no estamos, apuro el tiempo cuando ya se avistan las primeras grietas del deterioro, lo apuro con la inmovilidad casi religiosa de la escritura, juntos tú y yo en el único lugar posible, desnudos en el fulgor del instante, aquí, entrelazados, atados al vacío de la nada, a la nada que se queda dentro del vacío, aquí, en el único lugar posible, en el lecho de la escritura, apurando hasta la última gota de los torpes renglones que no saben amarte, tan torpes como yo, que tropiezo al desnudarte y hago daño donde quiero acariciar, causo dolor donde quiero el grito primario del placer. Así es mi vida, como mi muerte, la vivo desde fuera, injusto decir que la vivo, solamente la veo, la veo pasar y la veo venir, y con la misma prontitud que se aleja una, se acerca la otra, un vértigo que lleva al instante cero, en estos renglones y desde estos renglones siento la explosión del instante, el estallido de la eternidad.
En la mañana, el té con leche y tu sonrisa son cómplices y los dos me miran desde el borde de la taza, ¿con humor?, ¿puede caber felicidad en la floración de un instante, dentro de su inexistencia? ¿Tanto he de escarbar en la escritura para que tu boca se acerque a mi boca, se introduzca en mi boca, y selle en la fugacidad de este instante la inmortalidad de la historia? Sólo estoy en la escritura, por eso no importa que no esté, que no haya estado en ningún tiempo, en el mismo tiempo de otro tiempo, ese tiempo está aquí, donde las palabras se han detenido, palabras que, si acaso, serán leídas, pero siempre en lugares y tiempos alejados, desconocidos, muy a las afueras del instante, de su núcleo de promesas desbaratadas, estamos en el valle de la luna y estoy sentado ante la ventana, intentando descubrir un mar, ese mar que sabe arrancarte el suspiro y el gemido, la risa y la lágrima de la felicidad. Sí, tanto he de escarbar, de desangrarme, para tener un instante de vida, aquí, donde únicamente vivo, en la escritura, cediendo vida, vertiéndola, «desangrarme en la poesía y dejar vida en la prosa», dice una voz que me leyó alguna vez. Es cierto. Me gusta, no sabes cuánto, que mientras caminamos, me cojas la mano, mi mano con la tuya, esposados en el instante, presos en este instante libre escapado del tiempo, presos en la cárcel libertaria de la escritura, donde la historia deja algunas gotas de una historia invivida. 
__Te quiero –me dices, alongándote a mi tristeza oculta que tú ves azul. Un te quiero que es el instante mismo, el inventor del instante, un solo instante que estalla en un universo de instantes. Siento, instante único, el beso de la raíz, beso, que aún en el derrumbe, me habitará. Siento, único instante, el alma de la carne y la plenitud del abandono, la materia de la palabra, materia que se deshace en mi boca y me deja sin palabras, la carne del alma, sólo sé mirarte y verte, mirar y ver al sentido o sentimiento o belleza del instante, al latido mismo que no dejará de estar, aquí, en mí, en la escritura, lo único que soy. Aunque latido muerto, latido. Aunque historia muerta, historia. Invento que me regalo en esta larga travesía de la nada para acompañarme. Menudencia que no me deja entrar al manicomio o salir de él. Ya sabes que en casa, el día lo despiertan los pájaros y la noche la desvelan los rumores de un mar que no veré.
__Estuve con una mujer –y tu voz me llega ebria de sonidos apagados. No te miro. Me duele alguna parte mía que desconozco.
__¿Y qué tal?
__Fue bonito --.  
Me dices su nombre y al nombrarla sientes en la boca el sabor de su sexo, de su boca y sé del temblor que te recorre íntegra cuando recuerdas cómo ella sintió el sabor a fresas y almendras de tu boca, de tu sexo. Veo cómo ella busca tu boca, cómo te abandonas a sus caricias, cómo te desbordan los descubrimientos, cómo las pequeñas muertes galopan por las crestas de las mareas más intensas, deslumbrantes, los dos gemidos ahogándose en sus aguas, el espejo de la desnudez. Me duele el dolor, dulce dolor que me hace ver que estoy aquí, escritura que se resiste, que fuerza a la débil mano a depositar las palabras. Dolor dulce al que le veo el instante, su hoguera desparramando lava, lava y lluvia fresca, esa lluvia por la que te gusta pasear, llenarte de sus lágrimas, esconderte en sus escondrijos de nostalgias y melancolías.
__Fue la persona, no la mujer, pero sí, es guapa, inteligente --. Tu voz me llega lejana, desde la habitación que compartes con ella, me llega envuelta en guata, y es dulce y serena tu voz, emotiva porque me emociona y me duele saberte, así, como tú te ves ahora, desnuda en sus brazos. Ahora tu cuerpo tampoco está conmigo. Callo para que mi tristeza no descarrile y vuelque el instante hacia barrancos estrechos y oscuros. Es tan débil mi tristeza que ni siquiera es visible.
__Te invito a un vino blanco bien frío, aceitunas y olivas.
Ríes. Esto buscaba, esto necesitaba. Tu risa. Un soplo en la herida. A veces un presente tiene más de recuerdo que de presente. Eso le ocurre a la escritura. Invenciones de recuerdos. No suelo estar donde estoy. Ahora que me lees, ni tú ni yo sabemos dónde estoy. Te pregunto, con la voz de un viejo profesor de historia, cómo te sientes.

Quintín Alonso Méndez


lunes, 18 de enero de 2016


                               
                                   El último sueño de un viejo  

__No son pardelas –me dices--, son tus manos. Son tus manos…
__ Buscan el nido de la oscuridad, ahí tejen, tejen la luna y tejen los alambres de las caricias nocturnas, se cobijan, gimen con excitante y cálido roce de la cálida brisa oscura, se introducen en la humedad de la serenada, palpan el latido del temblor, de la lava en el agua, palpan y estimulan las olas negras del sexo, que se abren líquidas, palpitadoras, las flores del mar.
__Son tus manos…
Escribo con la memoria del dolor, que exalta este instante a lo más sublime y aletea herida de muerte, nublándose, como esa ala partida del alma, que cae y se hace cenizas antes de llegar al suelo. No sé si es la escritura o eres toda tú, pero tenerte aquí, así, acariciándote así, sentimientos que no tienen palabras, sólo el color de las carnes desnudas deshojadas, desnuda y abierta al horizonte cada isla del cuerpo, confirma mi ausencia del mundo, mi mundo de ausencias, un árbol sin hojas en el otoño de la edad con las ramas secas, cuando la edad ya no tendrá tiempo de doblar la esquina del destino y no volverá a ver el color radiante de las hojas verdes resbalando por la suavidad de los días, retoñando. Somos los amantes del instante, del único instante sin instantes, o lo estoy siendo yo, cuando en realidad mi vida está vacía de instantes, incapacitado para amar, instante que me regalas pero que se cae al suelo, no se rompe, se hunde en la profundidad terrosa de la nada, ahí, bajo tierra, donde es perfecta la vaciedad del silencio. Miras desde la ventana, miras ese horizonte que desconozco, que acabas de dejar y por el que suspiras con la modestia de la quietud, de la sonrisa despreocupada, sabes que pronto te perderás en el abanico abierto de ese horizonte, multicolor, agradecido, juguetón, que te espera. Mientras lío el cigarro, te miro, me entretengo en la encarnación del sol en tus caderas, en la cascada de lluvia negra de tu pelo deslizándose por la espalda, me entretengo en mi rito suicida de liar el cigarro, para no dejar de mirarte, con deseos de decirte que te quedes así, así, quietud, paz en esta menuda distancia infinita que nos separa, eternidad inmaterial, materia que se me escapa en cada caricia, en cada gesto erotizado, y ahora mi mano, que quiere escribir la inmensa amplitud del sentimiento inmenso de al fin mirarte y verte, se escabulle, vence las dificultades de la torpeza, y te encuentra, ya húmeda, ya deshojándote en los pétalos de lo que nunca tendré, estás de espaldas, no te vuelves, nunca te veré la tristeza, pero extiendes la mano, inicio del gesto que anuncia calladamente la desnudez
__ven –me dices. Las delgadas nubes blancas dicen que mañana será viento.
  Y miro tu mano que parpadea, que es la luz y son las sombras que se escabullen entre tus dedos, parecen mariposas diminutas de alas pardas y plateadas, tu mano que quizás me implora «quédate ahí, quédate ahí, que se eternice el instante en la quietud de la nada», y no te vuelves y no te llamo y no se mueve el aire, y no veo la tristeza en tus ojos, y no ves la derrota, el derrumbe, en los míos, es el instante del amor, miro tus hermosas caderas y tú sabes que las miro, y así te ofreces, temiendo y aceptando y saboreando este temblor antes del temblor, o es después, todo es después de no haber vivido, de no haberme levantado, acercarme a ti con el silencio preciso de que lo sientas desnudándose mientras silencioso me acerco, y susurrarte, mordiendo el escalofrío de tu cuello, «te he secuestrado», y aquí te tengo, secuestrada, atada en la escritura, aún más libre que la ausencia, aún más lejana que en el encuentro mismo del instante, lo has visto al mismo tiempo que yo, el parpadeo súbito, instantáneo de lo que nunca será y los dos callamos, hurgándonos. ¿Tristeza, dolor, pena? Nada. El descubrimiento repentino, brusco, de que la nada existe, ese cordel que une y al mismo tiempo separa, pero que confirma, mortalmente confirma.
__Quédate así, no te vuelvas, quiero decirte una cosa.
__Dime…
Es cierto que el aire tiene alas, en ellas pongo mis palabras para que te lleguen después, pronto, ahora mismo, en el centro del instante, cuando yo ya no esté.
__Es verdad.
Dejamos que el silencio se desparrame por todos los surcos de todas las sensaciones, veo cómo las hormigas muerden tus caderas, tu vientre. Vas a decirme «¿qué es verdad?», pero callas, todas las palabras terminan ahogándose en el estanque de la garganta, callas, aguardas, ¿apenada?, a que el viento, cualquier viento, sorpresivo, una ráfaga de un presentimiento, te acerque mis palabras.
__Eres tú –te digo.
Nunca el silencio ha tenido un lugar tan preciso, un espacio en el tiempo tan nítido, natural, tan exacto el silencio, tan limpio, sin edades. Una nube gris, hija de la claridad azul, baja y nos aprisiona, nos lleva a la cama. Nunca el silencio habitó tantos sueños, tantas derrotas nada más conocer los sueños. El gran sueño de Virgilio fue quemar la Eneida, purificarse, morir él, quemando la obra para volver al origen, a la nada de antes de la nada. Así escribo los renglones de la historia, amándote, con la sensación de que siempre es desde aquí, desde fuera, desde fuera de ti y fuera de mí. Estos son los renglones que aún están a salvo, a flote, pero que terminarán hundiéndose en el océano oscuro del tiempo. Nunca un silencio tan intenso, puedo tocarle sus fríos huesos desnudos, ha podido caber en un instante tan fugaz, tan inexistente de tan fugaz. Y nunca un silencio tan inmenso ha llameado tanto en la carne, en el vacío del mundo, este vacío inaudito hijo del silencio, desgarrándose en el acto de amarte. Tus dedos, o son las mariposas del destierro, trepan el aire, por el filo de la ventana, tu boca se abre a la luz transparente, «tienes que hacer algo con las hormigas», me dices, «o te van a echar de tu propia casa». Desde detrás de ti, veo tu mirada perderse en el sueño que te espera. Se va por océanos tu mirada, y por ellos navega. La tos cavernosa se instala en mí, tan oscura como la noche incierta, y esta tos es la única voz que habita la noche, gruesa y ronca como el rumor del silencio en este paraíso aislado, infinitamente alejado de los demás paraísos, paraíso dentro del instante, inabordable instante. Cohabito en ti y muero en ti, atravesado por la sonrisa que me regalas, igual de inolvidable que el olvido más prolongado. Soy el abismo. Beso todas tus bocas, recogiendo besos para el viaje. Será la única agua que me lleve para el viaje más seco con el paisaje más desolado. ¿Por qué me das tanta vida de poner y quitar? El primer síntoma de la vejez es el abandono, que viene de la mano de la desmemoria, hay días que me olvido de los zapatos y salgo de casa descalzo, otras veces he de regresar a por las gafas, tan difuminada la luz de la vereda, y ya muchas veces, en casa, me olvido de quién soy, me dejo el fuego encendido y hasta tengo la tentación de ponerme las alas para verte volar. Con el abandono viene el cansancio, y ya sabes que los cansancios sólo pueden traer derrotas, derrumbes de edificios enteros cuyos pilares son los recuerdos, roídos por el desconsuelo. 
Quintín Alonso Méndez

jueves, 14 de enero de 2016



                                   El último sueño de un viejo

  __No me dejarás dormir…
Entonces soy más silencio, más quietud, más distancia aunque me quede aquí, donde la nada sabe apresar y meterse en el alma y porque la nada no puede dejar de morder, es su motivo. ¡Que muerda, que muerda la presencia que no está, que muerda la tristeza mientras la otra tristeza, la mía, la otra, la otra mía, la que se empeña en anularme, roza y abre la carnal boca que se me ofrece y me repele, como vaivén de tiempos que se fueron y no dejan de irse y se balancean en las ramas de los árboles que apenas son visibles en la lejanía, mecidos por los vientos de las llanuras polvorientas, de tiempos que se alejan, siempre yéndose, alejándose a cada instante de golpe de campana sorda, de esos tiempos que sólo están aquí, donde la escritura ya está muerta! Muerta aunque te empeñes en llevarla a los labios, besos de labios secos, agrietados por las sed, es rosa muerta, seca, piel que ya no siente aunque tiemble con el paso de la brisa, con las ventanas abiertas. Aquí siempre cerradas las ventanas del cuerpo. Hermética, como el viejo árbol, seco, la escritura que nunca fue presente, que siempre anduvo a trompicones, derrumbándose.
__Pero no te alejes… quédate aquí…
Tus puntos suspensivos, que tienen veredas de más de veinte años, surcos con estrías que regresan al huerto, a la casa con las llaves escondidas donde solo lo saben los amores verdaderos, los secretos y los que nunca se irán del todo. Esos más de veinte años saben lavar las heridas, acompañarlas, compartirlas, lavar la culpa y llevarse la pena, poco a poco, con la paciencia y la labor de la lluvia en la roca. ¿Qué he compartido yo, dónde estaba cuando tú estabas, por dónde andaba la calamidad de mi solitaria soledad, que no corrió a por ti, cuando tú me brindabas tu ser absoluto, por qué renuncié a la belleza egoísta de la vida, en qué esquina me dejó anclado el peso de la derrota? ¿Por qué los pájaros se hacen olvido después del jolgorio del atardecer? No creo en nada. Tus puntos suspensivos que me dicen que me demore en el instante, que lo haga pausa, desayuno de mermeladas, tus puntos suspensivos que arden apacibles cayendo el sol, como chimenea de hogar, y esa tristeza, esa tristeza tan dulce, la mía y la tuya, que ocultas detrás de la mirada nostálgica que cada día fabrica un océano por el que navegan tus silencios, esa tristeza que me ayudará a morirme calladamente. No creo en nada. Ya no sé, de mi vida, qué es lo que ha sido real y qué no. Ya no sé distinguir, o nunca quise intentarlo. Todo crece como una sinfonía que va saliendo de las aguas, no puedo decir del mar porque aquí no hay mar. Siempre ha sido más real la ausencia que la presencia. Me invento renglones con recorridos de ternuras pasando por el camino. Me invento la compañía de la escritura.
__¿Te gustan mis tetas?
No me importan los derrumbes, nunca me importaron, es más, creo que no he dejado de esperarlos. Sin puntos suspensivos, firmes y excitadores los pezones de tus tetas, del color sonrosado de la rosa más carnosa. Tiernamente agresivos. Me hieren, me duelen, ¡tan lejos tus pezones que muerdo y acaricio, tan lejos de mi sed escondida, tan metidos en mi boca, tan míos, tan ajenos! Me instalo en la lujuria porque eres lo que nunca será. ¡Mi hembra! La finalidad que vi al nacer, ¡la finalidad que vi viéndome morir!
__No te gustan.
Muerdo el latido de tu sexo y no te digo que amo todo lo que te pertenece, cada sombra y cada luz, cada palmo de tierra o de arena o de agua, cada isla de tu territorio.
__Amo tus tetas –le digo al latido desguazándose, a la leche materna que aguarda a heredar el mundo. Amo cada hebra de tu continente y contenido, cada fibra de tus sentidos. No diré nada en la escritura. No escribiré sobre lo que significa un amor infinito. Escribo el instante, la mortandad inmortal del instante. Ese asombro inexistente. Te detienes en los objetos, en silencio, los recorres con tu mirada de niña y de bruja. No dices nada. Aun así, eres ese silencio que me habita. Habitas la escritura. La agitas, la llevas por tus afluentes, la haces líquida lujuria, lascivia de la sed, todas la lágrimas de una vida desperdiciada. No quieres creer en mí. No quieres rendirte, pero tu rendición viene de atrás o de antes del tiempo, viene justo de cuando el tiempo se partió en dos. Yo oí el chasquido, el quejido de una vida mutilada, se me abrió una úlcera en lo más recóndito de las entrañas. No sé nada del mundo, de la vida, pero sé de lo que hablo, hablo de los raíles que cruzan otros raíles. Y las voces lejanas que desconozco y no quiero conocer, hablan, mansamente te hablan, te envuelven, te guían. Te alejan lejos del punto insignificante, enfermizo, que siempre tiene fiebre. Y así en la escritura discurre el río sereno de las palabras calladas, ocultas, como si la historia no tuviera cuerpo, piel, sexo. Tampoco tiene destino, no se propone llegar a ninguna parte. Es sabia y es discreta mi muerte, despaciosa, y es cínica, irónica, no quiere hacerme daño. Amar es renunciar al amor para que el amor sea libre y ame. Es de justicia y es el fin primero y el fin último que lo amado viva. Aquí dentro no existe el manicomio, no existe la casa, no hay más que la mala escritura de la historia, el tabaco, esta tos más anciana que yo, tú y yo en manos del despliegue de sombras que dora el sol, de pedazos raídos que cuando llega la penumbra daña los ojos, de la historia que se va sumergiendo, haciéndose olvido, en el papel, suaves caricias que no dejan de ser inmensas pero tristes caricias. Tu sonrisa tu mirada húmeda tus dedos que acarician, invitan a mi boca a tus pezones, en ellos mis labios mi lengua mis dientes liban de tu ternura y de tu temblor más delicados, liban del futuro que no estará, mis manos abriéndote, tus manos guiándome, mi sexo hundiéndose en tu gemido que se arquea, se dobla, en el arco perfecto del éxtasis, ¡ah, fruta prohibida hasta para mis sueños! Incrédulo pero decidido, mi cuerpo se desvanece en el tuyo. Desde el núcleo de la corteza es cierta la dureza del adiós diciendo hola, muerde como tormenta, asola como soledad, silencio que silente desplaza el rumor, la batalla del susurro, enhiesta la tristeza, por una vez alzada como testimonio del olvido, alzada hasta la última gota, instante que se desborda en los perfiles de las hojas del laurel, imágenes que la luz del día envuelve en niebla que aturde sorprende excita estremece, como si quisiera guardarlas para la eternidad, el loco saltó las vallas y ahí está contigo, y te pregunto de qué color son las bragas que rozo con mis dedos bajo la tela negra del deseo, niebla metida en el sol, seda de algodón que nubla los ojos, esparce el murmullo de los pájaros posados en las ramas, deshoja tus carnes, gime el resplandor contigo, te brilla en el perfil de los labios, calla la muerte temprana que tocas, ausente de ti, «son verdes», me susurra tu boca dentro de mi boca. El loco abre los brazos, los agita, vocifera, aventura el derrumbe, y mi tristeza busca tus labios, torpemente me caigo en lo que está y ya no está, ¡cómo corren las palomas por el aire de las azoteas, cómo saben que las hormigas son la primera muralla que encierran el sufrimiento! Te hablo de las pardelas mientras te acaricio los muslos. «Las pardelas tejen la seda de la noche», te digo.
Quintín Alonso Méndez


domingo, 10 de enero de 2016


                  El último sueño de un viejo

Al nacer, se empieza siendo viejo, y luego, cuando el cuerpo empieza a no responder, se empieza a ser joven. Envejecer no es más que aceptar la derrota. Así he sido. Días perfectos, como si el tiempo y el espacio, de nuevo de acuerdo en el mismo latido, en el mismo pulso de los horarios y las mareas, estuvieran despidiéndose de mí. Con el paso de los días, lo que queda, las migajas de lo que queda, se va concentrando alrededor del núcleo, para así, condensado y concentrado, todo desintegrarse en el fin, engullido por la materia oscura de la no materia. Será entonces el júbilo de la nada, el silencio del grito. Contigo el tiempo tiene dos tiempos, el tiempo sin tiempo en que nuestros cuerpos se aman, se entregan, se trenzan y destrenzan, y ese otro tiempo que no quiere quedarse a nuestro lado, que vuela cruel con sus enormes alas desplegadas alejándose. Ese saber que te estás yendo, continuo goteo dentro del instante, esa tristeza callada dentro del sueño. Este mirarte y mirarte mientras me digo que mañana no estarás, que entonces el mundo se vestirá del color más oscuro de los silencios. Me gusta desvestirte lentamente, que sea el roce, sonido de lluvia de las respiraciones, ver cómo tus ojos se van llenando de agua, se entreabren húmedos tus labios, se llenan de temblores y quejidos quedos tu nuca tu cuello tus pechos, se estremecen tus caderas, infinitas hormigas que bajan por tu espalda, resbalan por tus nalgas tu vientre, ruedan por tus muslos, jadea la lluvia, suavemente los mueven, abriéndolos, toda la ternura todo el temblor toda la sed del futuro deslizándose por tu pubis, hundiéndose en la hondura de tu sexo, como la lluvia en el rostro de la tierra. Me gusta vestirte despacio, acariciándote. No quiero dormir, miro tus rostros llenos de lunas, una y otra vez, círculo de un instante y un círculo en cada instante. El cuello vestido de orillas desnudas, y la nuca vestida de luna y desnuda de luna, en el cobijo de tu cabellera de oro negro. Tu mirada triste asomada a la ventana me dice que pude cambiar el mundo. Tu mirada, posada como una mariposa quieta sobre las aguas de la magua, me dice que cambié el mundo. Lo cambié antes y lo cambio ahora, en la escritura. Lo hice derrumbe. Derrumbe será. La tristeza, más que el agua, apaga la hoguera, y la tristeza, descalza, camina sobre las ascuas. La sensación de que me coge de la mano, me lleva a un aparte del vacío y me dice «despierta, ¿es que no ves nada?». Vi, hace tiempo, un sendero que iba de vuelta. Me senté en la piedra de la noche que oscurecía y se lo dije al silencio, «ya perdí lo que nunca tuve». Observo tus largos dedos, observo por primera vez la delgada blancura que ha de tener la muerte, el paso de los días cuando todo sea ausencia. La muerte más mortal de todas, la muerte en vida. Boca abajo la vida y boca abajo los cuerpos, mi pecho tendido en la explanada arenosa de tu espalda, abierta me recibes y te ahuecas en mi vientre, ¡ah, resbaladizas arenas, húmeda boca que se contrae y me atrapa y me engulle! Los planetas, con sus satélites, mueven la noche en su inmovilidad de silencios y de inmóviles ruidos nocturnos, solo se mueven, como reptiles perezosos, los dos cuerpos desnudos, ebrios de sed y sedientos de la ebriedad más ebria, de la inaccesible, de la más oscura y transparente sed que no podrá ser saciada, que es apenas el roce de un gesto que se quedará para siempre en la memoria, nunca siquiera en el roce, como el gemido, que nada más ser gemido ya es ausencia, resplandor ausente, este resplandor que deslumbra dentro de la niebla y que brilla en la humedad de la piel. Movimiento de las palabras que nadan y lengüetean y mueren dentro de las bocas, sin ser pronunciadas, pero sí lamidas, sí bebidas y penetradas, sí absorbidas por la voracidad del instante, sí rotas en estanques del cristal más prístino. Palabras que tampoco se quedan en la escritura, que fueron devoradas por el instante indetenible, inexistente. A la escritura llegan las ruinas y en ella se amontonan, catedrales de ausencias y distancias, ruinas de lo que no fue se esparcen por los renglones, montañas esqueléticas de ruinas, pero ruinas reconocibles desde cualquier punto de lo que no existe. No tiene medida lo que no alcanza al silencio. El dolor más doloroso en el centro del instante, porque en el momento mismo de ser instante ya es medida fuera del silencio, ya es evocación y cansancio, ya es espacio de otra parte, tiempo de otro tiempo y por eso espacio más lejano, espacio de otro tiempo y tiempo de otro espacio, medida lejos de mis manos, lejos de aquí, también lejos de la escritura, lejanía que se aleja para que se acerque lo más cercano, el vacío más vacío, más hueco. Es así el dolor de amarte. Así duele el placer de tenerte y ya no tenerte, instante que se hunde en la escritura y se pierde hasta desvanecerse. También las palabras escritas tienen el destino de la muerte. Abrazado a ti dentro de la noche, mi mano en la luna de tu cadera. En ti y en la escritura, soy la muerte en la vida. Seré la vida en la muerte. Se me estremece la ternura, el deseo, la tristeza, cuando de espaldas te quitas las bragas para que vaya a tu ofrecimiento de altar de sacrificio de entrega. Me llamas para que me encadene a ti, a tu ausencia, a tu siempre no presencia. Y a ti fui antes del instante, tan después, un instante imposible en el que nunca creí, siempre lejanas las presencias en mis territorios, no podía ser de otra manera. Lo supe, adiviné el momento de bajar los brazos, de amordazar las palabras, fortalecerme de puertas para adentro, procurando lentamente, ¡ah, tiempo imperdonable que no perdona!, de que tus deseos de no rendirte no dañaran las flores que nunca recibieron tu visita, y entonces te hablaba, de cosas, de cómo las estrellas aquí al mediodía se dedican a escarbar detrás de las montañas, inventan el rumor lejano, el latido de lo que late fuera de este silencio, de esta voluntaria soledad que se aleja para no interrumpir ningún atajo, ningún afluente susurrante del camino, ningún desgarro sublime. Y bajo la mano, que resbala por tu cadera y se posa en el pubis, ¡ah, se remueve inquieto tu descanso, se rebela el sueño!  
Quintín Alonso Méndez

martes, 5 de enero de 2016

                                Foto: Jorge García

                 El último sueño de un viejo

¿Qué hace la tristeza cuando la vida, la ausencia de vida, la invade de pronto? ¿Dónde enterrar las derrotas por venir, en qué lugar vacío de las sombras? ¿Qué nombre se le podría poner a un hijo de lo que desaparece?
Entrar en ti es una invasión de alas en lo que más duele. En la certeza. Palpando la corteza de la vida, el pálpito del vuelo y del derrumbe entrelazados, atados para la muerte más viva. A cada temblor tuyo de marea, a cada embate, la marea más te aleja de mí. Embates perdedores que te atraen para alejarte más, desatándote, liberándote en el corazón oscuro y gimiente del más íntimo placer. Pero la sangre es la hija del fuego y las hogueras invaden nuestros territorios, nos ensamblan. Eres triángulo, y muy raramente vez en los tres vértices habita el mismo tiempo mineral. Amar es morir un poco más cada día, aunque el amanecer hable del renacer, vistiéndose de claridad. Estos renglones trazan las líneas del presente, infinidad de líneas paralelas. La nada. La nada surcando las ausencias de espacios. Pero trazan las delgadas hebras que un día hicieron trenzas espesas de luz y anhelos de un instante primario, ingenuo. Estoy en la escritura, escribo con los pasos de lo que no tiene pasos, de lo que no está. En esta escritura que ya es un pasado remoto, pero donde aquí es siempre ahora, clavándome en ti, donde diciembre está siendo un mes delicado, como seda en la calidez de las llamas, tan remoto el alcance del instante, el querer atraparlo, es morder los labios y ya es el hilillo de sangre que mi lengua lame con veneración, horario pervertido con las horas salteadas. Ojalá mi cansancio no tuviese recuerdos, desaparecida la memoria, ni mesa y dos sillas predispuestas, absurdas en su inmovilidad muerta, ojalá todo fuera un barrimiento absoluto de la memoria, ser niñez, pero asustada y enferma niñez, la niñez más remota. Innegociable niñez. Azul diciembre, perezosa la brisa pérfidamente perezosa, cálida. Un mes que se asemeja a un ramo apacible de rosas amarillas, irreal. ¿Qué significa una gota de miel en el desierto? ¿Qué significado puede tener un instante con reloj en la infinitud del espacio y el tiempo que unidos se alejan? Me digo que alguien pretende que la arena del desierto agradezca la caída de una gota de miel sobre su extensa piel seca, que le haya sido vertida la luz del sol en azúcar. Me gusta este dolor vital que me muerde y me consume. Me gusta sentir el deterioro, la lenta pero inexorable muerte de cada inmensa célula, instante a instante dentro del mismo instante. Eso me indica que voy por el buen camino. Por el recto camino de la terminación. Muerdo tus pezones, los muerdo no como un niño asustado, sino cruelmente y desdentado como un viejo asustado. Ya viejo para todas las cosas. Me orino y me gusta orinarme encima las noches de lunas de abejas. Es miel mi orina deslizándose por los muslos pálidos como el mármol de las sepulturas. Caminando por el buen camino, por entre las malezas del dolor, ahí, en ese punto donde el dolor espera el momento más débil de la presa. Sé que me doleré. Moriré sin irme, o quizás sea todo lo contrario y me vaya sin morirme, así sería la condena perfecta, el lógico sentido matemático de las cosas en su buen sitio, donde deben de estar, por eso esta historia tiene los perfiles justos para, justo ahí, en la sombra, desdibujarse, amamantarse de sí misma y nutrirse de sí misma para así morir esquelética en su cerrada historia. O morirse para que entonces sí, se alimente mi desnutrido esquelético espíritu de la nada más completa, del núcleo mismo de la nada. Morí y moriré y muero penetrándote, indagándote, buscándote, desencontrándote, perdiéndote, siempre perdiéndote, y nadie supo nadie sabe nadie sabrá encontrarme, ¡ah, bello reluciente y escorpiano infinito instante de un solo instante! No hay nada que se pueda encontrar más allá del instante terrenal, lo que nunca fue encontrado. Lo que aquí no se encontró aquí tampoco se quedará, toda la sabiduría del mundo se la ha llevado y se la lleva la mortandad del silencio al otro mundo. A lo que fue antes de la nada. Será la no historia la no memoria la no descendencia. No sé si sientes, percibes, mi sangre en ti, en tu piel y dentro, hincándose en las raíces de tus carnes, porque en ti me desangro copiosamente cada vez que hago el amor contigo, todo en un minúsculo instante, ese instante infinitésimo que toda estadística anula y desprecia por inconsistente, sin daños o perjuicios alguno que moleste que la verdad siga incólume, sin una brizna de justicia que roce el futuro marcado, este mismo minúsculo instante en que escribo, tan encendida la tarde de diciembre, como si la nostalgia quisiera pasear por los colores mágicos del atardecer, ¡ah, la mar ha de arrullar alguna costa en este preciso instante, sea mar de océanos o mar de valles y montañas! Tan fugaz el instante de la fugacidad que a veces me pregunto si llegamos a besarnos, si llegó a darnos tiempo, si es cierto que ahora nos besamos o son nuestros labios nada más, vertiéndose por el trigo de la piel, por los ojos que se duermen, apacibles como cosechas olvidadas, lánguidas, los tiempos que corren, y son de tierra, sin memoria, ausencia del agua, de la memoria del agua, o si es nada más la escritura que ilusamente quiere desparramarse como quise y quiero desparramarme en ti. No soy capaz de decirte que te quedes así, desnuda bajo la sábana, tendida de lado, como si me esperaras para recibirme, tantas cosas que quiero decirte mientras lío el cigarro, perdida la mirada en la desnuda duna perfecta de tu cadera, y mientras lo hago, mientras lío el cigarro, te busco un verso que no olvides, y el verso es «gracias por olvidarme», pero el que escribo, modulado moldeado aserrado limado lijado alisado libado mordido besado simplemente contemplado llorado, es «gracias», dolida y desnudamente gracias. Te miro. Duermes. Es hermoso contemplar tu hermoso inmóvil silencioso desnudo libre sueño, preso de tus sueños. Saboreo la escritura del verso, le toco su piel vegetal mineral planetaria de papel, todos los versos dentro del mismo verso, como si realmente existiera la existencia del instante. La sensación inaudita única irrepetible de mi carne hendiéndose en tu carne, el susurro gimiente, que más que presentir, deseo. Nunca llegué a la estatura del tiempo donde se ama y se es amado, como si el tiempo no importara o fuera el mismo para la despedida que para el regreso. ¿Cuántos siglos puede tener un dolor? ¿Cómo detener su crecimiento, que no deja de crecer porque es salvaje su propósito, no como la brisa efímera de una sonrisa que nada más decir adiós se desvanece, tan como si nada se desvanece, yéndose a las alas de otra paloma o pájaro o gaviota o a los enraizados brazos de un hombre de mar tierra adentro? Te ondeas, ancha barca cerrada en tus caderas, ahí confluyen todos los caminos y veredas, no hay atajos para recorrerte, hiriéndome la vida, la apenas vida que he descubierto y ya se ha ido. ¿Cómo morderte el cuello y que sientas que es mi único beso niño de este mundo, mi único te quiero que poso en el surco de la vida, mi único mi único mi único instante que no he tenido? Las hormigas están lamiendo las heridas hembras de tus gemidos.
Quintín Alonso Méndez

lunes, 4 de enero de 2016


                        Las ventanas cerradas del cuerpo

El frío atraviesa la pesadumbre que se esconde
detrás de las ventanas del cuerpo
son cerradas por un silencio que quizás se aleja
por las sombras que dan las calles estrechas
los árboles sin hojas
las miradas que se sientan en las plazas solitarias
quizás lleva una lágrima que el olvido se olvidó sobre la mesa
Quintín Alonso Méndez