domingo, 29 de noviembre de 2015



De la novela
                  El último sueño de un viejo

Es cierto, para escribir presente y ser presente, he de revolver en los papeles antiguos de la memoria, recuperarlos. Eso también te estará ocurriendo a ti ahora, me lees y has de hacer esfuerzos inauditos para venirte al presente. Cosa de brujería. Creo que el miedo es quien mueve los hilos de mi pereza. Caeré en todos los errores, porque una cosa es la memoria, y otra cosa son los sueños que se tuvieron y se murieron apenas echar a caminar el camino, y que la memoria quiere aparentar reales. No sé por qué diablos se quiere subsistir. Examino las cortinas, el brillo de los mosaicos, la sencillez de las plantas en la azotea. Los objetos me miran, curiosos. Observo el color del día, de un azul pálido, pero tiene la brisa de seda. Esta mañana, antes de ir a esperarte y recibirte, me he pasado por el bar de la atalaya, donde te he modulado. Todo quietud. Silencio. El pobre viejo –pobre porque nació, no vivió y murió--, el portero del manicomio, me decía de forma constante, intuía que no lo escuchaba, que la existencia del amor demostraba el odio a veces, el hastío casi siempre, pero la indiferencia siempre, de la mujer hacia nosotros. «Gracias a la mujer, los perdedores amamos la naturaleza», y me decía con un gesto entre árabe y andaluz que saliera de una vez, que me fuera y no volviera. Pero volvía. Me gustaba pasear por entre los rosales. Creo que fui a mi santuario a pedirle fuerzas a mi dios ateo. Allí, en el bar de la atalaya, reconocí mi locura: estabas a punto de aterrizar ante mí. Te había inventado, y tú, en señal de agradecimiento, venías a encontrarte con mis palabras escritas. No quise pensar en lo de lavar las culpas y llevarte las penas. Más bien no pensaba en nada. Me quedé en blanco. Una historia que iba a nacer y de pronto desaparece. Porque sí. Ayer te lo pregunté por enésima vez
            __¿cuándo nos vemos?
            Oí tu risa suave despellejándole la piel al tiempo. Porque sí, porque las brujas hacen eso cada medianoche, «estés o no estés».
            __Mañana –me dijiste, y entonces descubrí que el espacio y el tiempo solo tienen cabida en este mundo si existe el sonido. La quietud es quietud si sólo se mueve el sonido.  Ya sé qué me vas a decir: que echo de menos el manicomio. Puede ser. Soy el escribidor y ya que no tengo historias, las invento para tener algo que llevarle a la muerte.
            __¿Cuándo?
            __Mañana –esa voz que me dijo mañana me enamoró para siempre. Esa misma voz que durante siglos me estuvo diciendo «mañana».
Quintín Alonso Méndez

           

jueves, 26 de noviembre de 2015



De la novela
                 El último sueño de un viejo


He de revolver en los papeles viejos, dispersos. Reencontrar lo que nunca encontré. Quizás esa sea la tarea del escribidor. Por ejemplo, encuentro: “asomado al atardecer majestuoso, digo tu nombre, se lo estampo en los labios a la penumbra y en la quietud se balancean cálidos azules anaranjados los sueños. Atardeceres mágicos que quiero conozcas”. Puedo hablarte de los siglos que habitan en la soledad del camino y de los minúsculos y escasos instantes que se poblaron de plenitud. No volverá el polen a escarbar en mis sueños. No iré a las flores. Ni siquiera me asomaré a la vuelta de la esquina. Voy a columpiarme en los débiles alambres de la temporalidad hasta que cedan. No haré más. Seré precipicio porque es lo que construyo. Derrumbes. Esto que escribo lo escribiré después dentro de unos años, escribiré en pasado lo que es futuro. Pero antes es el vuelo. La sorpresa de que el primer gesto de la naturaleza cuando te lanzas al vacío, es ascenderte, para luego, inopinado, dejarte caer, como las gruesas nubes, de golpe, dejan caer el aguacero. Así como el águila, yo también lo sabía, pero lo ignoraba. Le dice la mujer al fracaso «no daré marcha atrás». Le dice el hombre al fracaso «volveré». Así nos vamos alejando, caminando por el mismo camino. Con tiempos o relojes distintos. Hago como harías tú, mordisquear el lápiz. ¿Era tuyo el lápiz lila? Este lápiz con el que escribo lo que escribiré algún día. Ahora, si estuviese vivo, me sacarías burlona la lengua y me incitarías a correr detrás de ti, de tus saltos de pájaro, y te dejarías atrapar para recibir el merecido castigo de unos azotes en tus nalgas llamadoras, ¡ah, es tan lejana y apenas visible la historia por la que fugazmente discurrió la vida! Palpo en el lápiz la textura de tus raíces de árbol. La perfecta curva carnal de tus caderas. Si te hubiese conocido, me habría enamorado de ti. Escribiré que estuve contigo y te perdí en uno de esos trayectos que van de casa al manicomio

                                                                Quintín Alonso Méndez                                                        





lunes, 23 de noviembre de 2015



           Las ventanas cerradas del cuerpo

Mis plantas no son exuberantes ni de la piel más carnosa
no son de seda los pétalos de sus flores
la tierra late callada como muerta  en las macetas
pero ahí nacen y crecen
las plantas que los pájaros me van dejando
a diario les hablo las palpo    cuido de su humedad
les quito las hojas secas
las protejo del viento     de los aguaceros
me prolongo en ellas    en sus silencios frágiles y cuidadosos
regados por el rocío   besados por la luz del alba
a diario me cobijo en su compañía   me traen el sol
me alcanzan la luna    me suavizan las nostalgias
y por las noches
cuando los fantasmas muerden en el insomnio
protegen la casa

las ausencias que habitan la casa
Quintín Alonso Méndez


viernes, 20 de noviembre de 2015



De la novela
                 El último sueño de un viejo

Escribir es tocar. Como una fruta puse mi vida en tu boca.
El tiempo es un instante que son tres instantes en un mismo instante. Es el instante del “hola”, donde de repente el mundo se abre como un abanico de pavo real y los pies dejan de pisar el suelo, se elevan y elevan el cuerpo a la altura del beso. Ese beso. Ya depositado vivo en la madera de la memoria. El instante del “hola” que se abre en tres instantes, el primer roce que ya es el roce, un roce que sobrevoló mares y tiempos, donde gimen las cuerdas de la piel, se estremece la brisa dulce azul, resbalan los sentidos, se humedecen, se agitan los pájaros las palomas las mariposas hundiéndose en el valle oscuro tiernamente frutal del vientre. El instante del encuentro de los sexos, la dureza y la ternura la misma hondura el mismo fuego inundador el mismo estremecimiento gimiente frágil partido en las dos bocas el mismo placer ahogándose el mismo resurgir del aire abriéndose a las aguas al asombro de los sentidos el mismo estupor dulcemente doliente del placer el mismo instante de la locura que embriaga y dulcemente aturde el mismo placer vertiéndose. El instante sublime del orgasmo ese ascenso voraz que se hunde vertiginoso en lo más hondo de las entrañas el grito que desgarra la luz mordiéndola habitándola y suavemente depositándola en la desnudez limpia dulcemente excitada de la piel es cuando tiemblan entre los dedos las olas resacosas de la marea el oleaje que mece se enreda entre los muslos se yergue en las flores sonrosadas de los pechos agitados bandadas de pájaros en los labios que musitan de donde caen las palabras rotas excitadamente rotas, es el “hola” dulce sonriente encendido en los ojos en los labios en la enamorada sonrisa en los delicados pliegues que se acercan y se alejan y se acercan reiniciándose. Es el tiempo circular un instante que son tres infinitos inacabables instantes en el mismo instante. Dentro está el Universo. Escribir. El peregrinaje interminable por tu cuerpo y así recibir tu alma latiendo como un pájaro en mis manos en mi boca en mi sexo




                                                           Quintín Alonso Méndez

martes, 17 de noviembre de 2015




De
            Las ventanas cerradas del cuerpo



He escrito versos en el cuerpo de la mujer que nada en el aire como los pájaros
bajo la lluvia
soy silencio
bruma
no soy no seré
solo estoy para esparcir por ahí algunos versos menudos
pero que quieren aletear
tiene piel la noche
y en su piel he escrito esta noche
en el cuerpo de la mujer que nada en el aire como los pájaros
bajo la lluvia
/gracias, mujer/por haberte sentado/en mi banco solitario/
/un fugaz instante eterno/
soy silencio
bruma

tiene piel la noche

Quintín Alonso Méndez

lunes, 16 de noviembre de 2015



De        Las ventanas cerradas del cuerpo

quise crujir contigo
ladra el perro  le quita las telarañas a la noche le rasga la materia al silencio
limpia el musgo que cae sobre la baranda de la tristeza
no le importa que crujan las hogueras echadas al dolor
ladra rompe a ladrar
y rompe la invisible tela que separa la vestidura de la desnudez
claro que le importa que la noche no se vista de blanco o de violeta o de azul
le importa esa parte deshabitada del banco siempre vacía y vacía la otra parte 
alguna vez visitada por lluvias por palmadas del sol por visitas que no dejan flores
por borracheras de insomnios por la noche por la tarde al amanecer
el perro ladra súbitamente ladra
y de súbito lo acalla el murmullo de la noche la intocada mágica noche
entonces la noche se alimenta de noche
cuando dos labios navegan surcando la otra boca qué importa la historia
de los otros mundos qué importa el canto del gallo que no ha llegado
quise crujir contigo ausentarme en ti no regresar
quise partirle el alma al corazón arrancarle la piel a los sentidos
quise amamantarme del sabor que tienen las frutas de tus pezones
quise cortarle las alas al tiempo quise besarte quise astillándome entero quise
crujir contigo



                                                            Quintín Alonso Méndez

martes, 10 de noviembre de 2015



Las ventanas cerradas del cuerpo

Estos versos vinieron en la noche
traían restos de algas entre los ojos astillas amansadas de madera carcomida
se soltaron de los remos que sajaban las aguas
barcos que se hundieron y viajan descalzos en la noche
mar interminable son los desgarros de los sueños
tiras de musgo que son colas de cometas hebras de océano
vinieron hinchados por la sed cosidos al solitario viento nocturno
al más alejado aquellos barcos querían contar cosas
inventar planetas marinos versos que no resistieron el peso de los mares
estos versos sobrevivientes tan desnudos como el ocaso
libres como las palomas del olvido eran barcos con aromas de redes
fabricados con manos que venían del destierro ya antiguas las manos
de otros tiempos de otros tiempos los versos antiguos como la penumbra
esquirlas de días ausentes hilos quitados a la luz más tempranera
a la más tardía a esa luz tendedora de los recuerdos más pobres
barcos con la proa rota jirones de tormentas desguazándolos
perdieron la memoria por eso errantes vagabundos sin destino
pero palomas con palomas perdidas esos albatros de las plazas más solitarias


                                                      Quintín Alonso Méndez  






jueves, 5 de noviembre de 2015


De la novela   El último sueño de un viejo
Hace unas noches, y después de varias noches encadenadas una a la otra, con la luna menguando, descubrí que mi pueblo, esa barca alargada de sensibles caderas, anclada en tierra de secano, era ni más ni menos que la sombra de la Vía Láctea. Repetí las noches y lo comprobé, y las Pléyades no eran otra cosa que las tres menguadas farolas de la plaza reflejadas en el aire, en los charcos de la luna. He de decir, quizás estoy a tiempo, como aviso para navegantes, que los manicomios son de los mejores sitios para contemplar la noche porque los fabrican lejos de la luz urbana. Eso sí, hay que saber tensar una sábana, trenzarla, saber amarrarla, lanzarla por la ventana y saber subir y bajar a oscuras enormes y frondosos árboles con la ayuda de una liana. Es asombrosamente bosquiano el olor a resina que se te queda impregnado en las manos, en el pecho, en los pantalones. También hay que saber restregar la ropa en un simple lavabo y a oscuras y con el silencio de los roces que se frotan con el vacío.
¿Dónde cenamos la primera vez? Vamos a dejarlo que no cenamos. Fue el vino blanco bien frío y fueron las primeras sensaciones negativas que recibiste de mí. No te dejé dormir. Salía a la noche y entraba y miraba y te veía tendida en la cama, salía y volvía a entrar y estabas tendida en la cama, quieta y profundamente dormida como una rosa, me convencí de que estaba a la intemperie, en los jardines del manicomio, y la locura entonces, con la voz femenina que siempre te imaginé así, desnuda, ofrecida como una fruta, susurró en la oscuridad «ven». ¿Y adónde fui? ¿O tendría que decir «¿por qué no fui?»? ¿Por qué siempre gobierna el dolor por encima de cualquier brisa sentimental, enamorada? Creo que en aquellos momentos, inexistentes momentos, me propuse escribir algún día una historia sobre el amor. Y supongo que me dije que la escribiría en esos insistentes asombrosos trayectos entre casa y el manicomio. Nunca lo había dicho, pero cuando escribía, ¡ah, tiempos remotos, tan lejanos!, lo hacía no escribiendo, dejaba que las torturosas riadas de nadas se lo llevaran todo. Y todo se llevaron. El amor, esa trampa. Esa mentira. Esa primera noche me la pasé tan pegado a ti que te eché fuera del mundo. No te dejé dormir. Tampoco te amé. No supe. Me levanté a fumar. Elegí que mi futuro mortal fuera el tabaco, el insomnio, el asomarme silencioso a verte dormir, el silencio inaudito de tu sueño. Eras la perfecta quietud. Lloré y aún no sé el motivo. Nunca lo sabré. Pero recuerdo que lloré porque las plantas en la azotea lloraron, inventaron el rocío. Aquella noche yo inventé el amor. Y lo vestí con tu piel. Le puse tus ojos, tu boca, tu adiós, tu brisa niña y tu olor de hembra, tu ausencia de mujer. Aquella primera noche. Y la locura volvió para ya no irse jamás.
«El amor es así», me dijo mi abuela de padre después de muerta, cuando fue a visitarme al manicomio, «es así, no tiene preguntas, y si las tuviera, no tiene respuestas. Tienes que acostumbrarte a estar solo». Puso sobre mi mano su última moneda, me cerró la mano, dos palmadas sobre mi mano, me ocultó sus ojos, no quiso que viera la belleza de sus lágrimas que me decían todo. Esa noche murió. Yo tenía doce años o eran diez o nunca fue. Era un viejo de doce años que supo entonces que siempre iría a la deriva. Creo que vi a la muerte antes que a la vida.

No se puede vivir estando muerto, escribí una tarde en el bar de la atalaya
                                        Quintín Alonso Méndez






domingo, 1 de noviembre de 2015


De la novela   El último sueño de un viejo
Las manos de la mujer llevaban todos mis sueños entre sus dedos. La brisa venía a contracorriente y aun así me adentré en el bosque, en esa verdosa espesura que es tan transparente que ciega. No seguí a la mujer, seguí sus manos, curiosidad que nunca tuve, pero fue curiosidad novelera de principiante, de viejo acabado. La mujer no caminaba por el bosque, iba por el descampado, yo la seguía detrás de los árboles, dando saltos como una liebre, se desnudó con sus manos y yo me dije que la desnudaban mis sueños, un árbol cayó derrumbado a mis pies y ni un solo pájaro se inmutó. Era el pasado o era el futuro el resto del mundo. Nada se movía. Solo las manos de la mujer. Me senté en el tronco del árbol caído. Entonces, de una espesura desconocida, como de cuentas pendientes, surgió otro pasado, tenía manos de cargador de muelles, de armador de murallas, ojos de ogro maltratado y manos fieras de hierro sangrante y que a machetazos secos y firmes cortó las raíces que colgaban de las manos de la mujer, mis sueños. La mujer le sonrió, quizás le sonrió años después, cuando le dijo «me has liberado», y siguió sonriéndole a plazos, en el bosque siempre hay un rincón adonde le llega la luz, es un abanico de brillantes azules y dorados que abre un círculo espumajeante de azules en el suelo y ascienden como mariposas sin cuerpo, evaporándose, filtrándose en los azules del ensueño, un desfile azul de alas que ascienden, titilando, reflejos de estrellas palpitando, ahí brillan las soledades de la ausencia de yerba, tierra lisa como los olvidos, el musgo atrapado norteño en la base de los troncos de los árboles trepa como enredadera, ahí estoy, donde estuve siempre, mientras la mujer se aleja danzando danzas de abejas abundantes de círculos concéntricos, «paralelos», dice ella sin decirle nada a cada uno de sus encuentros. Desde el bosque, la mirada se ensancha, cubre hasta lo que no tuvo ni tendrá presencia, se ensancha, padece, indaga en el musgo que brota solemne de la madera humedecida del árbol, se ensancha y se cubre del rocío de la madrugada, la mujer alejándose, más alejándose a cada golpe de campana de los estambres de las violetas, desprendiéndose de ruinas y escombros, aleteando y sacudiéndose las manos que se llevaban todos mis sueños entre los dedos   

Desde este bosque sin árboles donde resido, el hijo del silencio, el olvido, se sienta conmigo bajo la lluvia y olfatea el horizonte, «no te conozco», dice, y se pone a hablarme de sus noches inalcanzables de amor con la mujer, «pura lujuria», dice, y se levanta y se aleja con el sol. Me entristece el horario, le digo al atardecer, me entristecen las nostalgias de todos los colores que le cuelgan al sol mientras va despidiéndose, cayéndose detrás del horizonte, ahí donde se resisten los encuentros a irse del todo   
                                                       Quintín Alonso Méndez