miércoles, 22 de julio de 2015

Escriturasfugaces

Jamás le daré mi soledad a nadie
el espacio de mi soledad
es soledad cultivada
con el tesón de la rueda
en la fragua de los miedos
la sordera me viene de los golpes sordos y secos
de las puertas al cerrarse
ninguna volvió a abrirse
solo abatidas por los temporales en las madrugadas
la ceguera me la produjo el resplandor bello de las mentiras
me cortaron las manos los afilados vientos
de los santuarios desnudos
la voz le pertenece al silencio
y se fue el olor dulce de las flores
desde que la brisa camina en la dirección contraria
me queda me queda la soledad
que jamás se  la daré a nadie
en la boca me anida el sabor azulenco de las cenizas


                                                          Quintín Alonso Méndez


martes, 21 de julio de 2015

Escriturasfugaces


Hiciera lo que hiciese me iba a equivocar,
ya me lo advirtió el pájaro de la noche.
La voz de una mujer me clavó la tristeza para siempre
una voz con ojos sacados del frío, de mirada oculta.
Ojos negros les dicen los salteadores de mujeres.
Nadie me creería si dijera que la bella mariposa    
de colores que este mediodía me rondaba en la costa
dibujando trenzas de nubes de la suave seda de tus labios
mientras le pintaba barcas con nombres de sirenas
a las palabras, es la misma mariposa que ahora ronda
en la azotea y me dice todos los silencios
todas las distancias que caben de aquí a tres días.
Nunca una presencia me duró tanto.
Es tan callada y tan sincera la renuncia
que de vez en cuando vienen a visitarme
los insectos que nacen de los versos carcomidos
por el salitre y las lejanas olas que se alejan.
Me saluda la gaviota desde lo alto de su faro.
La libélula se fue hace tanto tiempo
que dejó de tener alas el anochecer de la noche 
violines el rumor de la marea




                                                          Quintín Alonso Méndez

sábado, 18 de julio de 2015



Escriturasfugaces

Cuando me vengo acá a escribir, abandono mi muerte,
la dejo en su tumba sedienta de cuerpo. Vuelvo pronto,
le digo al perfecto abismo negro del tamaño de mis formas.
Escribo desbordado de mí mismo, masa sin continente
ni contenido. Desperdicios de años que han pasado
por esta desvencijada puerta del color de la brea.
Tanto tiempo metido en mí y sigo sin conocerme
ni encontrarme. Se ha ido, soplo sangrado del buey del aire,
el espacio que me asignaron. Soy el que ya no soy.
Escribo sentado porque así el paisaje está más quieto,
y si la mano se me cae, pulso quebradizo de lo ingrávido,
pájaros que no dejan de emigrar del alma, la caída torpe
apenas dolerá, un apenas quejido del suelo,
de la herida que se abre esperando el ajuste de la espada.
Cuando me vengo acá a escribir
(he llegado a hacerlo con los dientes royendo
y los dedos escarbando en la cal de la pared),
sé que vengo a demorar un poco la noticia de la muerte,
la propia, la que no llegaré a oír, como tantas otras canciones del agua.
Como puñales irán apuñalando el silencio las nueve campanadas.  
Lo más triste, apenas si escribiendo nada, si acaso
una sutil insinuación de lo que más amo, no por otra cosa,
sino porque los atardeceres me hablan y me dicen
que quizás la fiebre viene de haberme soportado,
de crear el universo falso de haber amado. Nunca amé
ni me importó nunca la vida porque menos me interesó la muerte.
Carece de interés lo que la sombra de un viejo fracasado pueda pintar
o escribir manchando las palabras. Dejar el cántaro vacío en su mundo aparte,
que en vano se invente en el espejismo del sol
que tiene valor e importancia un verso absurdo, una pincelada al recuerdo.
Pronto estaré de vuelta a casa,
le digo al perfecto abismo negro del tamaño de mis formas

  


                                                         Quintín Alonso Méndez


viernes, 17 de julio de 2015

Escriturasfugaces

La tarde es una pequeña hoguera bajo un sol incomprendido.
Nunca nadie lo miró a los ojos sin que le saltaran las lágrimas,
basta el egoísmo de su alta presencia, de su envergadura,
y las mayores blasfemias cuando soberbio se oculta.
La mujer cruza el patio de la ciudad vestida de postales,
Arcos y puentes de piedra, palacios, plazoletas, espadas de hierro,
ella vestida de la desnudez presta, fácil la desnudencia,
va en busca del sol, de su magnánima fortaleza.
No le importa la soledad del sol, después será de vuelta a casa,
las calles desconocidas, el olor morboso excitante del placer
adherido a los muros de la vieja y mohosa piedra,
al aire orgulloso de ser aire, hijo del acero,
que nadie sabrá nunca, ni ella misma, tan así,
embebida en su papel de débil hembra seducida por el sol.
Y cuando el sol le habla, ella se desvía, se va a la sombra del sexo,
a las parras que gotean uvas. ¡Ah, desconocida la mujer
que nunca estuvo y que nunca estará en esta selva de sábanas!
¡Ah, sol, al que le gotean penosas las últimas lluvias!
Y las gotas caen enracimadas sobre las camas escondidas. No importa,
«cariño, no mires al sol, te hace daño», dice ella de vuelta a casa,
mientras se desnuda y siente la astilla del sol agrietándola
abriéndola,
dispuesta a recibir, ¡ah, tristeza de monotonía!, al hombre de su vida,
sin sol




                                                            Quintín Alonso Méndez

miércoles, 15 de julio de 2015

Escriturasfugaces


Viniste desnuda a casa a que te vistiera con las plumas
de mis dedos de mis labios
llegaste cansada, sombras de tierras ocres en tus ojos,
colores de otros mundos, de otros relojes,
llamaradas de llamadas incesantes te reclamaban,
eran pájaros de mal agüero con disfraces violáceos,
te dormiste en un lecho de ternuras desconocidas
pero sin sabores, eran olas sin mar o un mar sin mareas,
extrañamente dulce el sueño, el sopor, liberado el miedo,
te cubrí con alas de vuelos y mirada de pájaro solitario,
no tiraste al mar el reloj del regreso.
Cuando despertaste, yo no estaba. Estaba el cobijo
de la mirada que siempre te esperó.
Te colgaste del cuello del futuro, le cantaste tu canción,
a mí me cantaste la canción de todos los pasados que nunca tendrían presente,
«siento que ya llegó la hora…», esa fue tu canción del «hola»,
a él le mordiste en la boca la canción del futuro, gaviota de agua dulce.
Despertaste y estabas en casa. De un mal sueño se tiene siempre
el frescor de un despertar feliz. Aquí abajo, en el muelle,
las sirenas deformes, sin el sexo de la palabra,
me confirman que nunca llegaste a pisar la isla que no existe




                                                          Quintín Alonso Méndez 

domingo, 12 de julio de 2015

Escriturasfugaces

El reloj del recuerdo tiene el latido de un gesto desnudo que se hunde en la niebla,
la espesura es lejanía, se aleja la lejanía mientras aquí todo se detiene, reloj sin cuerda.
Latidos débiles que en la noche muerden una y otra vez, una y otra vez,
pulsos del tiempo debilitándose, péndulo de agua que la marea rompe
contra el acantilado, las últimas gotas de sangre brillan en los pétalos
de las rosas, llueve lágrimas en la madrugada con la luna rota, cae un eco lejano
en la tumba de la oscuridad, la mirada no sabe dónde está, es el abandono de las fuerzas.
La boca besó donde duele. Beso dulce para dormir la tristeza, pero la tristeza
es niñez que desconoció la dulzura. La boca sabía que mataba al pájaro sin nidos.
La boca sabía que la soledad no sabe besar. Son mordidas que no saben retener,
hundirse en la neblina del estremecimiento, de seda el roce del gemido, la piel
del temblor. La boca besó, no el hola, besó el adiós. Beso dulce para cerrar los ojos.
¿Existen los recuerdos? Me contesta la rotundidad del silencio. También muerde
el silencio. La boca besó donde será el último pálpito, la última sombra del gesto
desnudo. Donde ninguna boca volverá a posarse. Se posará la polvorienta tierra.
El origen del verso no fue el resplandor. Fue el oscuro abismo que abrió el beso.
Fue la lengua de la palabra horadando en la carne. Tocó la fugacidad de lo infinito.
Y la boca bebió la sed más imposible. Los dedos y los labios se perdieron
en el bosque del musgo. La boca besó donde sabe que eternamente duele.
No me miro al espejo, aún no sé que el tiempo me separó del tiempo. Soy ruinas
de lo que no he sido. Las columnas se quebraron cuando la tormenta hundió la isla.
Débil el latido que se aleja, débil la materia del abandono. Todo es niebla que oscurece.
¿Existen los recuerdos?



                                                     
                                                         Quintín Alonso Méndez 

viernes, 10 de julio de 2015


Escriturasfugaces



El mundo tiene alas y mis pies se enredan en el alquitrán
de la raíz más profunda y oscura.
El mundo tiene vuelo de altura, de gigante gesto mínimo
que se alza, se eleva, ahí las águilas picotean la luz.
Alas tiene el pez que traspasa las aguas. Alas tiene el hambre
la sed que repta por entre las rocas, desangrándose. Alas tiene el vuelo.
Se alza la negada mansedumbre, el estigma del no a la historia del sí.
Vi agrietarse la secura, la desdichada penumbra del cuerpo pálido.
Vi desparramarse al sol. Vi la columna del humo ascender.
Una mujer me leyó la mano. No me dijo lo que vio,
no quiso mirarme a los ojos, «tienes algo que hacer, vete a hacerlo», me dijo.
Con el imperceptible gesto de la pluma o del pájaro negro, rechazó mi dinero pobre,
«para el viaje», me dijo, levantándose y perdiéndose tras una cortina o un vestido
de mariposas, se agitó el paisaje, se quedó desnudo, inmenso, lo vi desmenuzarse.
En esa esquina del desierto vi cómo se alargaba mi mala sombra. Temblaba de frío
el tiempo de la noche, sin estrellas, sin gatos, sin rastros de planetas.
Impasible crucé la calle, entré en el bar. Le sonreí al mostrador. No había nadie.
Altas horas del vuelo, tan cercanos los territorios que no existen, ¡ah, luna!,
un nombre escrito en la pared. Era un arañazo en el alma cada letra.
Entonces recordé, la mujer que me leyó la mano, sus dedos de mármol rozándola,
«en tu casa no hay paredes», me dijo, y de la mano el vuelo echó a volar
con un vestido de mariposas. Le vi un temblor a la marejada de la noche.
Cuando abrí los ojos, ¡oh, tanto tiempo los ojos mentidos, no viendo nada!,
estaba en el lugar de siempre, sentado, escribiéndote.
Escribiendo la pausa del vuelo    


                                                      Quintín Alonso Méndez

jueves, 9 de julio de 2015


Escriturasfugaces



Mientras escribía, --trazaba pardelas con cada palabra
y pintaba el arco de la solemne mentira de cada instante,
era con la tinta que surge de las heridas más calladas--,
pasó un silencio por la noche.
La mirada fija de la lechuza rompe ese silencio,
como si las sábanas escritas de las palabras se agrietaran.
Es el latido de la penumbra, que tiene pasos y camina,
busca plazas con sol, gajos de naranjas en los labios.
Adiós barquitos de papel, les decía a las palomas desde la azotea.
Adiós les digo a los barcos que pasan por la noche como palomas.
Es tiempo detenido atado firme al anclaje de las horas sin rumbo.
Hasta el alba, ese súbito debilitarse de lo oscuro, esa agonía de la luz
que viene de lejos, de la raíz de las cosas que no tienen historia.
Nadie sabe más del peso de la nada que el verso destinado
al camino solitario. Así son estos versos, caminando al olvido

                                                            
                                                        Quintín Alonso Méndez

lunes, 6 de julio de 2015


Escriturasfugaces


Y entonces la vida supo ser sabia
asombrosamente sabia
tú con tus amores
yo con mi resaca
Como la serpiente con el árbol
abrazo la corteza de la ciencia
y es el vacío quien me abraza
¡ah, la hermosa niebla
velando el paisaje!
Cuando la vida me habló
me trajo tus labios
infinitos nidos de palabras
que sabían a azahar
a la flor de la distancia
que las abejas certeras eliminan
con sus melodías de horarios
fúnebres pesadillas
en la noche inepta
Ahora la vida me acalla
y yo guardo silencio
la vida se ha ido
adonde cantan las cigarras
al límite mismo de la llanura
que empieza a ser interminable
No hay dolor no hay pena
que un vaso de vino no apague
o incendie
o se los lleve de la mano
a pasear por la orilla misma de la playa
arena negra que araña en los recuerdos
por ahí corren mis muertos
siguiéndote las huellas
  
Quintín Alonso Méndez

viernes, 3 de julio de 2015



Escriturasfugaces


El asiento vacío donde la poesía se sienta cada tarde a escuchar la música
que brota del silencio de las palabras, a intentar pintarlas quizás
con los colores de la niebla, esconde todos los secretos
que las muertes y los temporales se llevaron. También guarda la brisa fría
de los desencuentros, algunas manos entrelazadas que el viento zarandeó.
Hojas verdes que otoñaron. Besos que los pájaros y las palomas
luego picoteaban al amanecer. Fueron al igual heridas que risas
arrastradas por las lluvias a la tumba de la tierra. El asiento vacío
donde la poesía se sienta está asentado sobre arenas movedizas
o son remotos océanos por los que la mente divaga débil y náufraga.
Lejos cualquier vestigio de orilla, de baranda a la que asirse,
lejos la mesa donde las palabras apoyaban los codos a la luz de la vela
y soñaban con un día posarse en tus labios y merecerte.
Lejos las sombras que eran olas negras en el techo y las paredes,
húmedo y triste el dolor que habitaba la casa. Y era miedo, sinsabor del miedo.
Certeza de que el miedo y la tristeza no dejarían de sentarse conmigo
en el asiento vacío donde lánguida y cansada cada tarde se sienta la poesía
a ver pasar los versos que atraviesan los silencios y vuelan a tus labios,
a los nidos de tus manos hechas para las caricias más tiernas

  

Quintín Alonso Méndez