martes, 30 de septiembre de 2014



La vida


Demasiado larga la vida para no ser vivida.
Viví el pájaro estrangulado,
la roca muerta en el suelo,
viví la lenta caída de un grito.
Soy escombros rodeado de ruinas,
mis castillos de barro.
Corta, muy corta la vida,
sin tiempo para rescatarla.
Estuve en la cárcel de los sueños
y vi libres las hojas de los árboles
atadas a las ramas,
caminé sin saber que no hay caminos,
cavé mi abismo, ahora lo habito.
Me entretuve en las derrotas, ahí me perdí,

me habló la brisa, nada más


                                               Quintín Alonso Méndez

miércoles, 24 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

La puerta

Al traspasar la puerta, supo que todo le resultaba tan conocido como la indiferencia, pero lo dijo de esa manera que ella bien sabía manifestar para que él sintiera todo lo contrario, «tengo la sensación de que he estado aquí siempre». Él guardó silencio. Y ella no lo miraba, que era cierto lo inofensivo que era. «Va a ser verdad que la nada existe», casi sonríe por eso no pudo ver nada que fuera más allá de sus posicionamientos fugaces. «Diez días no son nada», se dijo, y comprobó, ahora sí lo miró y le vio la debilidad antigua que lo sustentaba, más bien sí, inventó una sonrisa mientras le ponía el rostro de lado: que la mirara, que se extasiara, que viera luminosidad, no podía ser tan difícil en aquél lugar oscuro que desbordaba humedad vieja, rancia, desagradable. «Sólo diez días». Sabría llevarlos, hacerlos volar. Cuando la indiferencia es la madre de todos los sentimientos, no se puede recordar siquiera cuántas ventanas puede tener una casa vacía, simple, y no es preciso que hayan pasado veinte años, eso se deja para los amores que regresan, basta una pincelada de tiempo, nada, un encuentro casual buscado, y las risas acompañan, aconsejan, «¡hay que vivir!», grita la vida alborozada, cerveza en mano, apartando la vista de los cadáveres que el mundo regala, y sólo una fiesta puede borrar otra fiesta, abundan las camas dispuestas para el festejo y el festín, abunda la vida, insaciable.

Al traspasar la puerta, un silencio gris pero amable lo recibe. La sencillez tiene el olor de las cosas perdidas, quietas. Abre la ventana para que el aire entre, salude, se lleve esos silencios que maltratan. Se quedan silenciosos, sin hacer ruido, los que suavemente muerden. Con la dentadura de los buenos deseos, de que sea cierto que la brisa baila por entre suspiros y trenzas rotas de recuerdos que se hunden en las aguas de algún río, de algún lago.     

Al traspasar la puerta, ella se dice que no entiende cómo es posible que haya puertas donde tras ellas no hay nada, «allá los cobardes», se dice, y ya se desnuda para el amante que la ama y la espera desnudo. Una tarde cualquiera

                                                Quintín Alonso Méndez
 

martes, 23 de septiembre de 2014



Otoño


La debilidad de la luz es tristeza
paulatina
la luz irá apagándose
paulatina será la tristeza que crece
como el cerrar de ojos del pájaro que agoniza
en el estanque vacío
un arcoiris pálido 
por entre las ramas de los árboles
la mano le tiembla en el aire que grisea
infantil no quiere desprenderse del azul
pero más triste la tristeza
cuando resbale solitaria
por las calles de la lluvia
más triste cuando estalle el silencio
dentro de la tormenta
 hoy la calma tendida del día miente
aún incrédula ante la noticia de la muerte
esparcidas por el horizonte las cenizas
otoño

  
                                                      Quintín Alonso Méndez

domingo, 21 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

                                                                                                                                               


Cabañuelas


 Queriéndome a  mí, amó a otros; pero queriendo a otros, a mí nunca me amó
                                                                                                                    Anónimo



Como la gota que le gotea al mundo,
cada día se me muere una abeja en la azotea;
cada día un sueño se me muere.
Metódica, la muerte se acaba, la matan palitos afilados de azúcar.
Azúcar amarga envenenada extraída de la savia oscura del sexo.
Último amanecer, amanecer de cabañuelas,
sin una sola memoria en lo alto del azul teñido de violetas,
ni un sola hebra que recuerde las sábanas blancas
donde habitaban los sueños y los besos,
¿qué vendrá, metido en el silencio, en el olvido?,
frío intenso, lluvias descabalgándose por el sur,
marejadas de bajuras venidas por el oeste,
el viento callado, la brisa encallada en los labios de la humedad,
salitre que se eleva, evaporándose, yéndose,
anclado en el horizonte una cordillera de algodón,
tálamo del sol de los atardeceres,
¿qué leo en las líneas de la mano del futuro?,
tu vida llena de pájaros
transparentes




                                              Quintín Alonso Méndez

jueves, 18 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

Poema de las hormigas de lomos de plata negra


El castigo solemne de catedral de barro construida bajo tierra
de escribir que no estás, tierra pantanosa que engulle lo débil,
raíces que se deshacen, más castigo que el castigo de la ausencia.
En estas estoy, inventando la muerte, su vestidura de huesos desnudos,
la diseño, la creo, la yergo sobre palos secos de árboles perdidos,
la hago mía, la dibujo en las noches de luna que los lobos devoran.
Este castigo dulce de escribir a la sombra de un árbol de hojalata,
donde el sol muerde y araña y escarba en la sed de la tierra seca.
Podría escribir la verdad, más solemne, que aquí nunca estuvo nadie,
pero necesito unas gotas de serenada para que la tinta resbale
y se incruste en el papel, necesito ese tiempo del tránsito. A esto,
donde existe la vida, lo llaman vacío. Aquí es la serenada, lo que soy.
Nada. Han matado a todos los gatos. También a los perros libres.
Nunca se habían vendido tantas correas, tantas cadenas, tantas ataduras.
La dulce lluvia hija de las sórdidas penumbras de escribir que no estás.
Es lluvia de gotas de sombras bajo el sol que arde, miel del hierro fundido,
aunque en esta tierra perdida nunca hace calor ni frío.
La vida sabe mentir cuando está en juego no mirar
para no ver cómo la muerte se desangra.
Escribirlo las infinitas veces necesarias hasta que la mortandad sea olvido.
Aquí abajo, en un rincón nunca visitado, agoniza un poema.
Aquí lo trajeron las hormigas del invierno, tan poca cosa el poema  
que se lo llevaron en volandas sobre sus lomos de plata negra.
Flotaba el poema, como si hubiese olas en el aire,  rasguños de agua,
sobre sus lomos de seda terrosa. ¡Hormigas de la tristeza!
No es una ola el círculo del día.
Sólo la risa sabe fabricar senderos pintados de verde y de flores de colores.
Y sabe fabricarlos ondulados, con pequeñas pendientes.
Como ha de ser la textura líquida del sexo.
Mientras dormías dulcemente plácida, anillada a tus sueños de humedades,
yo me levantaba y me sentaba a la mesa de la soledad, frente al mar de la noche,
a hablar con la muerte, a decirle que esperara un poco, sólo un poco más,
un mínimo tiempo para que te diera tiempo a despertarte y volar
hacia donde los senderos pintados de verde y de flores de colores
te esperaban con los brazos decididamente abiertos. Fue así.
Me quedé solo, y mientras habitabas y te cobijabas en tus sueños,
escribí el poema de las hormigas con los lomos de plata negra

Fotos de May

Quintín Alonso Méndez

miércoles, 17 de septiembre de 2014



¿Cuándo fue la muerte?


Cuando el silencio apagó la luz, era a inicios de septiembre,
también se apagaron los labios, cerrándose, quitándole la voz a las palabras,
una certeza seca, de lágrima de piedra, cayó a la nada honda y oscura.
Desde entonces, una libélula viene a diario, oscuramente azul,
el primer día llegó a rozarme el rostro, le vi los oscuros ojos,
sus alas de metal transparente, la fija estancia del instante, aérea,
ahora pasa cada día, con su vuelo oscuro sutilmente silencioso,
pasa y se hunde en la oscura noche del día. No sé qué intenta decirme,
no sé de lenguas ni de signos que rasgan el aire, no me sé los idiomas del Universo.
No sé si los pensamientos vuelan, pero hay pensamientos que vuelan para no volver.
Estoy muerto, ¿pero cuándo fue la muerte, me conociste muerto?
¿Con quién hablo, alguien me escuchó alguna vez,
se puede hablar después de muerto, en el vuelo de la muerte?
Es sequedad la puerta cerrada de la boca, es seco el paisaje de la tristeza,
es un seco delirio de fiebres secas secándose al sol.
Hay pensamientos que vuelan para no volver, eso me dice la libélula
hundiéndose en la oscura noche del día. Eso es la muerte.
¿Con quién hablo, alguien me escuchó alguna vez? El eco viene del vacío


    Foto: Jorge García

                                                     Quintín Alonso Méndez         

viernes, 12 de septiembre de 2014




11 de septiembre

Noventa años contigo
es decir
noventa años que llevas
sin una queja
sosteniéndole la luz al mundo
dos besos
y tu mirada
tu sonrisa
la ternura de tus palabras

me dieron la infinitud del motivo


a mi madre


                                                                              Quintín Alonso Méndez

jueves, 11 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

La caja vacía


Después de mucho tiempo (¿cómo se puede medir el tiempo cuando la nada habita cada rincón de cada día?), y sin querer, he tropezado con la caja vacía de madera labrada a mano, como pétalos hundidos en la carne de la madera que aún lleva reminiscencias de ese olor primario, negro, del origen, y de donde sacaba las débiles tiras de tela hechas de polen de flores secas mezcladas con la maresía de los días tirados al estercolero de los olvidos. De ahí, de esas tiras endebles, que se deshacían con sólo mirarlas, y tú lo sabes, sacaba las palabras que llevaba al papel o al fondo sin fondo de esta pantalla que ciega y me va quemando los ojos, lo que podrían mirar y ver los ojos, cegándolos. La he abierto. Dentro del vacío de la caja, múltiples, incontables diminutas hormigas negras. Mi primera tentación ha sido llevar la caja debajo del grifo, inundarlas, desaparecerlas debajo del chorro brusco de un diluvio. Pero no. No sé por qué. Pero pensé en las cenizas de la literatura. Con cuidado, saqué la caja, abierta, que se viciara del aire, bajé las escaleras, he cruzado la torpe acera en la que suelo trastabillar y me metí en los terrenos de la vida, donde aún pájaros, lagartos, matojos, algunos pequeños árboles, tienen su patio, sus tiempos apartados del mundo. He buscado una pequeña gruta entre piedras negras, silenciosas y bloques de cantera, ahí he depositado la caja, abierta. Me digo, mirando la caja por última vez, si no será el inicio de una marabunta, que me venga de vuelta a casa y acabe con todo. Ojalá, me digo. Antes del regreso, de subir las escaleras hacia el aire que no se mueve, miro el perfil cortado a cuchilladas de las montañas y me digo que el tiempo se puede medir o constatar de una manera muy sencilla: basta comprobar la hondura del silencio, sus arrugas que no son más que el crecimiento del cansancio. Ya tuve que atrapar una lagartija en la azotea, crecida, ya verdeándose, cuando después de días en que no entendía por qué si cuidaba la planta, la regaba, veía cómo le nacían los capullos, y al alba, la planta, sus capullos, aparecían cercenados una y otra vez (en esos pobres momentos pensaba en ti), hasta que un atardecer la vi, encaramada, alimentándose. La atrapé y la llevé a su mundo, allí la vi, mirándome, mientras depositaba la caja en su gruta negra azul. En la azotea quedan unas cuantas lagartijas, delgadas, menudas, pero son más ágiles y rápidas que la luz. Esperaré a que crezcan, las atraparé y las iré llevando a su mundo. Son los pocos renglones que me quedan por escribir

             



                                                     Quintín Alonso Méndez

miércoles, 10 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

Un silencio

Cuántas infinitas puertas cerradas
en la oscura gruta del ser!
Cuántas palabras colgando silenciosas
de las altas bóvedas de la soledad!
Detrás de los muros de piedra de la distancia
hay pájaros que dibujan árboles, veredas, riachuelos,
para los hilos de plata de la vida.
Montañas y barrancos que palpitan olvidados
bajo la sábana perezosa del azul.
Las raíces se retuercen y se enredan,
elevándose en gritos de silencios
picoteados y heridos por la sal transparente
del agua, por la espuma que roza las lágrimas,
y mis dedos se pierden por las grietas de la madera
del árbol marino, dibujando tu nombre,
dejando se hunda la eterna tristeza!



                                      Quintín Alonso Méndez