viernes, 29 de noviembre de 2013

                                                                 Fotos: May Naomi

       Del libro de poemas "El edén de Salomé"

de la hebra más fina del más delicado rayo de luz
de ahí
de esos parpadeos de minúsculas mariposas blancas
que flotan extasiadas, de ahí, del origen del polen,
libero las palabras que se posan en el papel;
aletean trémulas porque mis manos tiemblan
enhebrándolas minucioso para ti
con el temor de un niño asustado
de romperlas y se deshagan en el aire.
las veo posarse como besos en tu piel
mientras van haciendo surcos de agua
de la más pura agua de la lluvia
por el océano transparente de la página en blanco
vertiéndose mi sangre porque así se vierte el amor.
quieren ser los más enamorados versos
y he de saber dotarlos de las más resistentes alas
y de las más delicadas
enseñarlos a volar
que te lleguen que te lleguen
que sepan posarse
ligeros audaces soñadores
en tus manos en tus labios
en el centro de tu alma
origen de polen
que sepan decirte lo único que sé decirte
te quiero
infinito te quiero
  Quintín Alonso Méndez   

jueves, 28 de noviembre de 2013

                                                                   Foto: Jorge García

            Así empieza el cuento "El envite"


El envite

Éramos unos cuantos. Corría el  vino desde el mediodía y olía a salitre porque el mar estaba cerca. Corría la sangre que era vino por las venas, se deslizaba por la pendiente cuesta abajo de las botellas vaciándose, como si tuviera prisas por llegarle al alma al corazón. Era el vino que corría, que resbalaba más bien, por las lisas lisuras de la tarde. Las tres de la tarde. Pero era una tarde fría, de no puedo no sé decir escribir no me sale cómo era la tarde. La tarde fría --el frío es liso. Lisa la tarde, de tablas lijadas. Con grises. Había grises en los rincones del patio, o eran gatos, y había grises sobre los tejados, o eran palomas que colgaban de las cornisas de las azoteas. Creo que ni siquiera había tejados, a lo lejos sí, al otro lado del barranco, más abajo, tejados salteados entre el verde de la ladera que bajaba hasta detenerse brusco, en alto, con rostro rocoso de acantilado oscuro, frente al mar, picoteado por nidos de pardelas y donde el frío cambia y se vuelve rugoso, áspero, con piel de tarajales. Había grises y había un tiempo. No es corriente que a estas horas de la noche me acuerde de nada. Pero me acuerdo porque es la memoria de siglos quien habla, quien se viste de recuerdos y está aquí. Era una mesa vacía, larga, hecha de troncos de árboles, lijados, una vaciedad en la madera oscura de la mesa, de no bosque sobre la mesa, en un rincón del patio, de gris plateado la vaciedad, bajo la parra. La tarde aún estaba de pie, arremolinada alrededor del brasero que alimentaba de calor la parrilla, a nosotros. Goteaba grasa de carne de cerdo por las rejillas de la tela metálica, olía a salitre porque el mar estaba cerca, subía la brisa desde el mar, con piel de tarajal, y olía a carne haciéndose. La mesa vacía al fondo del patio –el vacío es liso--, cobijada bajo la parra, donde las botellas de vino, viéndolas desde donde yo estaba, parecían árboles negros extendidos sobre una tierra lisa, oscura, de no bosque. Celebrábamos cualquier cosa, que era sábado o que ya no era verano, pero que veníamos del verano o de un sábado de verano, que ya se sabe que es donde se forjan los días al aire libre, con piel de salitre. El vino toma distintos caminos, según de donde venga la brisa, el camino de la guitarra, el camino que la muchacha muestra en su mirada, el camino de la borrachera bajo un árbol, también el camino de una mirada vieja, con hebras de nostalgias y que tiene las manos rugosas, de madera de árbol abatido, a veces toma atajos, con silencios, veredas, un paseo por voces que alegran aunque duelan, porque son voces que traen racimos de uvas de otras voces, atajos que a veces no se pronuncian, que a veces se demoran, se hacen de rogar, se sientan sobre una piedra, duelen, pero el vino corre liso por los barrancos de la piel siempre secos, y alguna vez alguien pronuncia las palabras que alguna vez fueron mágicas, tuvieron territorios, su propio teatro, de tierra y mar, de faenas y chorros de agua, de solajeros y días enteros de lluvia y viento, donde las palabras que se pronunciaban, pocas, tenían significado, presencia, alguien dice «un envite», empieza a caerse la tarde, alguien mira para otro lado, alguien da un paso atrás, busca el camino que la muchacha abre con la mirada, en el corro de la guitarra, un atajo, una piedra que muestra su liso lomo oscuro entre la yerba, algunos nos miramos, nos intercambiamos señas antiguas que se agitan, despertadas, que sólo el aire sabe ver, que ya se nos dormían en el tiempo, secándose, alguien grita que hay que ir a por más vino, a la bodega, adonde la niña se hizo mujer, desnuda, pisando uvas, algunos damos algunas vueltas sobre nosotros mismos, respiramos el hinojo y oímos el zumbido de las abejas, contemplamos el estanque, antes de mirar hacia la mesa vacía bajo la parra, sin señas, sin señales del bosque, alguien entra en la casa, regresa, y deja sobre la mesa, en el centro, un puñado de millo, una baraja, ya no se puede decir no al camino de la tarde que lee las cartas, y que es un atajo que se alarguece, se filtra, opiáceo, vinoso. Los equipos se hacen solos, pero se hacen, por costumbres, por los horarios, por los caminos que abren la tarde, por las tertulias al atardecer, por los hábitos que anudan y desatan, por los atajos que llevan a los muelles, a las charcas, a mostradores, a ventas que huelen a cebollas, a carne frita, a baraja. Alguien comenta «ya estamos todos» y arrastra su silla hasta la mesa, larga, hecha de troncos de árboles, la mesa despejada, talada, las botellas a otra parte, pero cerca, a mano, la mesa desnuda, sin bosque, sólo en el centro el puñado dorado de millo y la baraja, boca abajo, sin estrenar, frente a frente los dos mandadores, ya sentados, con sombrero de paja uno, con sobrero negro, de tela negra, lisa y brillante de vieja, el otro, las señas empiezan a quitarse las telarañas de las memorias, a desperezarse, señas que llevan siglos prendidas de las ramas de las nubes.

 
                                                                        Foto: Jorge García

                                                                  Quintín Alonso Méndez


miércoles, 27 de noviembre de 2013



          Del libro de poemas "El edén de Salomé"

                                    Foto: Jorge García

Adónde puede llegar una palabra si el viento la destroza nada más empezar a tomar vuelo
un disparo de venenos al mismo centro de la nada descubierta, de los sesos
y adónde puede llegar si el viento va en dirección contraria
al arenoso reloj de los encuentros
tú la has dicho
adiós es la palabra más sensata inventada por el ser humano
y la mayúscula no es el grito, es la medida que hay que ponerle a la distancia
hola es la mentira, la telaraña dispuesta, untada de miel.
Adónde puede llegar una palabra si es el imperio de los signos de los gestos
y los hechos hablan por sí solos, no se necesita la escritura
porque son dioses y son diosas
los que tienen el derecho a corretear por las calles de este mundo
adónde puede llegar una palabra si el viento la desmenuza como polen
y si la palabra fuera escrita en lo más recóndito de la soledad
para que los azotes del aire no la encuentren y la destruyan,
de qué serviría entonces la palabra, esa palabra que siempre quiso volarte
posarse donde las libélulas donde se tejen los besos

adónde puede llegar una palabra si ya nació despedazada por el viento

                                                                      Foto: May Naomi

                                                                Quintín Alonso Méndez



martes, 26 de noviembre de 2013

                                                               Foto: May Naomi

                 Del libro de poemas "Otoño"

Un día una paloma mensajera una gaviota
la verde mirada cristalina de un gato aterido
te dirá que siempre te tuve aquí
dándome la misma fuerza de un verso azul
la ternura que me alimentó
hasta el último aliento
te dirá, ¡ay, desgarro inmortal!
te dirá que me diste lo que sólo se da
cuando los labios se desgarran
en el beso conciso: gracias, gracias por existir
te dirá
ese pájaro que no detiene el vuelo
te dirá
            que morí
                           nombrándote
con la gratitud de haber vivido
porque tú vives y vivirás     
abrazando soles lunas
la trémula inmensidad del temblor



                                                                  Foto: Jorge García

                                                             Quintín Alonso Méndez








lunes, 25 de noviembre de 2013


      Del libro de poemas "El edén de Salomé"

                                                              Foto: Jorge García

Día a día me voy despidiendo un poco, paso a paso, como si fuera cierto, porque es incrédulo e ingenuo el mortal ante la noticia o la llegada de la muerte, aunque se la palpe, como se le va palpando la piel sedosa a cada día que nace, cada vez con más certeza, más sintiendo en la piel que se seca el roce de su seda, creciendo el sentido de lo invisible cuando los demás sentidos se van muriendo, apagándose. Me despido sobre todo de lo que no viví y de lo que malamente viví. Es importante que sepas que hoy es un día de lluvia con viento, un día de otoño que ha bajado de los bosques, trayendo puesto sobre sus hombros el amplio pañuelo de la neblina y que le cubre el cuerpo hasta donde le asoman los pies descalzos que pisan los charcos. Es frío de montañas. En el suelo, la humedad tiene huellas borradas y el aire difuminado, grisáceo, tiene pájaros grises. Es importante que sepas que hoy lo invisible es más visible que ayer, que las risas de los niños sólo son espíritus de ecos que vienen desde plazas lejanas. Es importante que sepas que está tranquila la espera, no alborota ni va mostrándose por los bares o las calles, se aparta de los ruidos y las voces y los besos, se sienta a solas a escribirte a pesar de que los renglones sigan en blanco, incrédulos o ingenuos, creyéndose que las palabras son así, transparentes. De lo que viví, de esa poca infinitud que viví, no me despido, se viene conmigo

en poco tiempo ya sólo seré esa fotografía quieta, inmóvil, que irá cogiendo el color de las cosas viejas, pretéritas


   
                                Foto: Jorge García

                                                            Quintín Alonso Méndez
   

domingo, 24 de noviembre de 2013




Del libro de poemas "Versos caídos"

                                                                   Foto: Jorge García


            Todos los grises están en este amanecer tempranero. Gris de silencio, gris de rumores de marea larga, gris de bajura, gris de largas esperas que no esperan nada, que esperan y esperan, esperas largas, de abril o de noviembre, gris subiendo por los muslos del agua, del aire, gris resbalándose, enredándose en el musgo, en el vientre oscuro del musgo, gris que muerde el cuello, los pezones de las tardes, gris del hambre, gris de dónde estás, gris que se posa en la carne y se enciende y se abre.

            Gris pintado de brisa, de no hay nada, de no hay nadie

                                                             Foto: Jorge García


 Escribo la ruindad de estas horas que no quieren tenderse en la noche y cerrar los ojos, que se van detrás del humo que dibuja de nubes agoreras el techo de la oscuridad. Escribo la ruindad de estas horas gigantes como el pasado, en cada gota de tiempo un dolor, una suavidad de dolor que alimenta miedos, a veces pánicos, derrotas, heridas de roces que apenas iniciaron el vuelo, rostros tristes que buscan la mar, rostros con una suavidad inaudita de pérdida en la mirada. Escribo la ruindad de estas horas amarradas como racimos como dedos como trampas como palabras que no quieren callarse, horas que son años nocturnos, años amontonándose y amontonándose y desvariando el cuerpo, tejiendo vacíos, recuerdos, encuentros, recuerdos, tu nombre, tus gestos

                                                                Quintín Alonso Méndez

viernes, 22 de noviembre de 2013

                                                                 Foto: Jorge García

   Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"
del cuento "La casa habitada"

Está tranquila la tarde. Continúa el tiempo sur, pero se ha ido el viento molesto empapado de arena, que ahora reposa sobre las olas mansas. Esta luz azul me atrae, me retiene y me detiene. Quédate, espera a la noche, que se viene acercando con un susurro detenido. Quédate desnuda, que te vean mis manos. Es sólo retrasar un poco el movimiento indetenible de la soledad andante. Después no vuelvas, no regreses a este silencio vacío, a esta oquedad en los miembros. Quédate, deja que el alba se vaya diluyendo y difuminando en tu silueta ya invisible, impalpable.

            Quédate, deja que la tarde vuelva a su origen.

            Después ya no seremos más que un eterno olvido enterrado.

            El hastío en un monstruoso gusano que habita en las entrañas, en permanente estado de larva, como una enorme rata despellejada viva. Sube hasta la boca de la garganta cuando las tormentas airean y crispan los nervios, se desahoga arañando las cavidades más externas, luego baja y se cobija cerca del vientre, mordiendo con saña los costados, los órganos más débiles, restregándose y bañándose en la bilis, los ojos viscosos, goteando babas, sobresaliendo del rostro, echando llamaradas de luz negra. Nunca duerme, siempre alerta al sobresalto más diminuto, su alimento diario. No deja de ir creciendo ante nuestra indiferencia, hasta el día que revienta en mil partículas, dando paso a infinitos gusanitos babosos que se arrastran por nuestro cuerpo yerto, aterido por la quietud, y se van desperdigando por la tierra húmeda, por las raíces, desapareciendo hasta que asome un nuevo nacimiento, hasta que un incipiente furor los llame al ocaso, a la destrucción.

            La pena es un hijo menor, un gusano de seda.

            Huye, aléjate de los corazones vacíos, hambrientos. Búscate un rostro con la cara lavada, restregada en el azúcar, deja los pobres olores para los pobres de espíritu, para las fieras del bosque. Olvida la sensación mareante del origen, la primera sensación. Hazte una imagen para el día, una sonrisa para cada síntoma de sinsabor. La vida no tiene más vidas que huir del dolor sincero, sin placer.

           

Me voy al abismo con las alas libres, la luz vespertina en la cresta de los acantilados. Me posaré en el suelo como el roce instantáneo del cernícalo en las briznas de yerba; luego, el vértigo a las alturas, el desprendimiento de toda sustancia finita. Una inesperada y solitaria andadura por los témpanos de aire. Quizás no hay residencia en la claridad. Quizás no hay tibieza porque la soledad no deja de aletear libre en pos del abismo.

            Cuando leas los versos, de esos versos que te lleguen a la memoria y al roce, que te detengan y te irisen, ánclate, cógelos, sórbelos, mastícalos, y luego déjalos que prosigan errátiles en busca del latido, aunque tú no sepas nunca que lo palparon.

            Es una calma limpia la que habita la atmósfera.

            Persiste el rumor absorbente de la mar. Y va usurpando todos los sentidos, arrullando esta luz pálida que no es visible sino desde la nostalgia. Rumor que viene de otros labios. De otros latidos.

            Dentro del rumor, la luna en su cuarto menguante. Guiada por Venus y empujada por Júpiter, le da los ojos a la mancha azulada del espacio. La luz viva, esparcida en pinceladas naranjas violetas amarillas, deslizándose por nubes de algodón.

            Horizonte inquieto.

            Rumor.


            Afuera ya llega la noche silenciosa. Abierta la ventana etérea, la brisa leve, con sabor a frío

                                                                         Foto: Jorge García

                                                                    Quintín Alonso Méndez




         Del libro de poemas "El edén de Salomé"

En blanco
todo en blanco
el paisaje de la página en blanco
el sueño
ese barco sin blancas velas
hundido en el blanco de la página
y dentro de la página las palabras en blanco
blancas las letras sumergidas en la blanca tela
de la página en blanco
naufragando
sábanas blancas
signos blancos que naufragan
sin manos blancas que acojan
que se deslicen por el blanco de la página
donde la gata se hunde en el blanco
y yo me hundo acariciándola
con vacías caricias blancas
con las letras
con las palabras blancas
en el hondo hocico blanco de la página en blanco



Foto: Jorge García

Quintín Alonso Méndez



jueves, 21 de noviembre de 2013


                Del libro de poemas "Otoño"

(escrito hace doce años, y abierto y leído ahora, por y para esa mujer de la que supe siempre y con la que iría a encontrarme  21-11-2001)

Y se agrieta el otoño, roto en mil lluvias. En cada rincón, un temporal,
un frío. Tiene la tarde un traje gris tardío, de horas que vendrán luego
pero que ya están aquí. No son presagios, es que se ha desbordado la espera.
            Mañana el sol se posará en los charcos embarrados. Mañana
te pondrás la sonrisa para salir a la calle. Mañana
la luz te dirá que el pasado no existe. Mientras, yo aquí,
atravesado por el aguacero de un otoño tardío pero puntual en su horario
de grises. Mañana
la luna pondrá una cara satisfecha. Tú la mirarás con la frescura de la memoria
olvidada. No habrá memoria. No estaré. No estuve nunca, más que ahora,
aquí, sentado, forma plácida de no hacer nada, contando las horas
que permanecen ocultas
para estar ligeras y vivas y salir a tu encuentro.
            Y este horario maldito es del otoño:
has venido a decirme que no vendrás.
            Qué bella es la tarde redonda de la ausencia.
            Sabe a regaliz y a menta.
            A caramelo de azúcar quemada.
            Y el otoño es así: una mujer que se resiste a morir.
            O una vida que cruje queriendo vivir.
            La noche es una consecuencia de la soledad.

Un maldito reloj viene acompañando al otoño:
me recuerda las distancias,
esas hebras delicadas desprendidas de la carne.

            Olores arrastrados por la hojarasca del otoño pasado.
            Tuve un beso esperando a las puertas del mar,
se ahogó en las mareas largas del cuarto menguante,
la luna palideciendo, la sonrisa, la huella del sol.
            Palideciendo la mirada que se iba con las nubes
tras la estela de un susurro despoblado.
            Tuve un cuento que no quiso navegar en busca de tu redondez.
            Se quedó cobarde en el inicio de mis dedos.
            Tuve un astro surgiendo de la montaña.
            Tuve un niño, lo recuerdo, se murió dentro de mí.
            Tuve un sueño, te lo di, te lo llevaste,
Gracias, otoño.
            Y tuve lo que tengo,
un pedazo de cielo desgastado por la sed,
una palabra perdida entre las palabras bellas del horizonte,
un nombre que me muerde a escondidas,
un silencio que no duerme, que no tiene cobijos,
enredaderas de luces hambrientas trepando por el vacío,
un deseo cansino que no me deja,
que aún no me deja morirme,
¿tantos recodos tiene la vida,
un otoño así, roto en mil lluvias?

                                                                    Foto: Jorge García
    
                                                               Quintín Alonso Méndez
                                                       




                                                                 Foto: Jorge García


      De "El eco de las mareas calladas", novela

Me voy al fracaso del relato, imposible escribir peor, y me refiero a lo de imposible escribir peor, es decir, a no decir nada y mal dicho. Porque ahora que me doy cuenta, mi vida ha sido nada. Lo que me quede no puede ser más que una continuación extenuándose de esa nada, no puede haber otra cosecha. Es posiblemente cierto que este relato eche anclas después de que estallen las doce campanadas como doce silencios. La gata tendrá a quien la cuide, la mime, pero la gata sorda, matado el sonido del pálpito por doce sablazos de frío mortal, conocedora de que el tiempo. ¡ay, también el tiempo!, anda desbocado hacia el abismo. Me habló de las tibiezas del «menos mal» de cuando se acaba la jornada laboral, y que aunque el trabajo siga bullendo en la mente, es otra cosa, está el frío, la soledad, la caña de cerveza, la risa, el olor a semen en el ambiente de la cama aún sin hacer, sin cambiar las sábanas, el olor a mar, a otra copa, otra humedad. Es verdad que el tiempo corre cuando queremos que se detenga, «¡madre mía, qué tarde se me ha hecho!», dijo, ya presta a volar por encima del suelo de aguas empantanadas. A veces una frase te despierta, o te mata, que para el caso es lo mismo. Cuando quise reaccionar, caí de bruces en el pantanal. Logré llegar a la calle en la madrugada. Bueno, esa parte mía a la que se le ha pegado la manía de querer morirse, ¡hala, así, a la intemperie, al descubierto bajo el sol abrasador de la noche!, porque sí, porque invita a la desnudez la noche. Estaba tan tranquila y silenciosa la noche, que me dije que era inventada, que formaba parte del ambiente de la historia. Pero escribo la noche desde aquí, sentado ante la ventana que se oscurece, mecida por la marea, y la noche ya es historia, ya tiene marcada una x en el almanaque, y era en medio de la noche que ella encendía o apagaba el flexo, faro que indicaba «ven, no vengas». Ahora, por ahora, el faro son fines de semanas, «voy, vienes, vienes, voy». A veces son más tristes las realidades que los sueños irrealizados. No puede haber frustración cuando los recuerdos están de vuelta, niños, ávidos de jugar de nuevo al «no me coges», brincando por la mesa, las sillas, el sofá, cayendo de bruces sobre la cama. ¿De qué hablo? Hablo de la historia de la historia. Cada historia es un árbol, y cada rama del árbol es otra historia.   
   Fui haciendo lunas de cada visita al bar. Ella es una mujer de luna que evita el sol, el daño del sol, porque allí estaba, posada en las alturas del taburete. Supe, cuando tenía que saberlo, que no me esperaba a mí. Sólo venía «a sentarse con la ausencia», eso me dijo, cuando ya debía de saberlo. Nunca supe en qué rama del árbol estaba. Del bar a la nada, de la nada al bar, era un camino demasiado simple, sin desvíos ni atajos. Las ausencias no podían ser tan rectas, tan obvias. Como siempre, vi tarde. Ni siquiera vi la caída. Cuando miré, la caída ya estaba en el suelo, vencida. Una rama más que no volvería al árbol. Pero era un trayecto que me gustaba, los dos trayectos, el de ida y el de vuelta, las mismas caras, las mismas paredes, pero vistas desde dos ángulos distintos, de dos puntos de luz distintos, más allá de la diferencia horaria entre un trayecto y el otro. El primero, ligero, el de ida, el otro, el de vuelta, derrumbado, demasiados pesados los vacíos después de haberlos desparramado y de haberlos recogido, uno por uno, de la barra del bar. Los que quedaran en el suelo, eran propinas para el cielo. Las paredes de las casas hablan, cada una a su estilo. No podía ser sino ella quien cambiara el trayecto de vuelta, me propuso el juego de brincar aceras, calles, de dar un paseo dando un rodeo, de alejarnos para ver si así nos encontrábamos. Ella se encontró porque nunca dejó de ser su mundo, nunca salió del todo de él, más triste en unas ocasiones, y vivo, palpitante, en las otras. Yo, no. No me encontré. Me costó encontrar el camino de vuelta, aparte de que me impresionan, como los bosques a oscuras, las calles desconocidas, interminables. Suelo regresar para esconderme y ella regresa para abrirse al mundo y seguir buceando en él. Mientras, durante el paseo, ella fue niña. Yo, un serio y viejo perdedor que no me cansaba de mirarla, de llenarme de sus gestos, de los frutos de su voz, de hacer acopio de su presencia para los largos inviernos que me vendrían. Fue niña metiendo los pies descalzos en la fuente, fue niña vestida con su risa rescatada de niña, fue niña su voz y su andar de mujer. Yo fui un viejo prematuro. Le pregunté a los apagaluces de las farolas «¿quién está lejos, quién está más cerca?», le pregunté al zaguán oscuro del número cuatro de la calle adónde se había ido mi niñez, le pregunté a ese vacío hondo que se tiende en las alturas cuando se hace la noche cómo se regresa a casa, cómo se hace para tener una casa. A la niña le pregunté si alguna vez había dejado de ser niña, «¡ufff!», exclamó, y buscó aire para sus pulmones, la puse triste, «la niña hace tiempo que se marchó». Me felicité por ser imbécil. Quise arreglarlo, pero por una vez supe callarme, «vámonos a beber», le dije, viéndola calzarse las sandalias, «vamos», dijo, tomándome del brazo, aceptando echarle más dolor a la pérdida ya remota de la niñez. Fue mujer en el bar que nos anidamos, en una de esas mesas que siempre parecen estar hechas y puestas ahí para nosotros. Fue mujer su mirada dulce al decirme que yo bien podría haber sido el señor de sus mares, fue mujer su gesto al retirarse el mechón de pelo que se empeñaba en buscarle las cosquillas a su boca. Fue mujer su voz, que se resistía a romperse. Yo fui un acopiador de vida para los largos inviernos que vendrían. Y fue hembra la escandalera de su cuerpo moviéndose en la luz azul de la noche. Nos fuimos. Se fue. Yo me fui a escribir esas páginas que esperan a ser escritas. Se fue, pero se había quedado, se quedó un rato, quizás para siempre, al decirme su mirada dulce que yo bien podría haber sido el señor de sus mares, su «caballero de fina estampa». No quise ni he querido pensar cuáles serán sus mares, por qué mares se deslizan sus dedos, se estremecen sus labios. Sé que al leerme, se confundirán, ella se creerá que eres tú y tú creerás que eres ella. Yo no sé quitarle la voz al silencio, ni la tristeza a la caricia. Pero quien lea la historia, sabrá.
Cada día debería de tener una luna. Y cada palabra ser un verso.

                                                       Foto: Jorge García

                                                 Quintín Alonso Méndez


miércoles, 20 de noviembre de 2013

                                                                     Foto: Jorge García

        Del libro de poemas "El edén de salomé"

Hablarte del tiempo es ponerle el vestido al poema
porque no sé ponerle los colores ni el calor adecuados
ahora mismo no puedo ser sincero
porque si lo fuera
verías cómo el poema se desmorona
verso a verso
ni una sola lágrima que sostenga una ristra de pérdidas
o que le abra la sima de lo más profundo
y ahí se entierren
olvidadas.
Hablarte del tiempo es no hablarte
lo sé
pero así se abren los caminos
llevas las botas negras
la chaqueta de cuero
la sonrisa despertándose
las manos llevando el mismo vuelo de las caderas
tus pasos que anadean
aquí no hace frío ni calor,
ya conoces este clima, nunca indiferente
siempre atento al menor descuido
a desnudarte
para vestirte de mujer voladora.
Hablarte del tiempo es desnudar el poema
desgranarlo
dejarlo que deambule
que se caiga o vuele
dejarlo
y porque no sé escribir un verso
tampoco sé caminar
arar un camino
decirte
o decirme
camínalo 





                                                                  Foto: Jorge García

                                                             Quintín Alonso Méndez


martes, 19 de noviembre de 2013


                                                                   Foto: Jorge García

     De "El eco de las mareas calladas", novela  

Ahora, sí, la marea alta, espuma en la costa, se ha abierto paso la luz. Hay un error en todo esto que escribo: la ignorancia. Ignoro de qué está hecha la materia del amor. Ese error me lleva a la ceguera. A la peor ceguera de todas, la de no querer ver, «tu vida no me interesa», resuena en las entrañas de los sótanos, «déjame vivir, haz lo que te dé la gana», palabras que queman y a pesar de herir, abren los ojos, despiertan a lo que hay detrás de la oscuridad, la razón, «me agobias», y es un aguacero interminable de soledades cayendo de las copas de los árboles. Un día u otro, la vida tenía que acabarse y así otra vida nace. Espero que ahora, al abrirle los brazos al viernes que es hoy y será mañana, le estalle en la boca la expresión que la define y sobren los demás comentarios, «¡madre mía!».
«Esto se me hace demasiado grande», musita, y entonces ya sí, se recoge, mide fríamente la distancia, la desdeña, se da la vuelta, unas lágrimas, sólo unas pocas lágrimas, el hastío no da para más, y pronto muy pronto al encuentro de la voz que le pone flores a las palabras.   
Se cae la tarde y la mente es una piedra que aplasta, se le caen las manos al alma, duelen los huesos que sustentan las columnas de las palabras. Vendrá la noche y ya es viernes, he de salir a por el aire, la cerveza, que embriaguen, aturdan. La lucidez es fachada, escaparate, no la quiero. Un viernes que lleva haciendo el nido durante meses, quizás años desde el silencio, la rabia, la llaga que muerde y araña y muerde y horada sin cerrarse, sin matar. Ahora es cuestión de recuperar la pena y enterrarla, dentro de la llaga, y cerrar, cerrarle las nostalgias a lo que ha de ser alegría, al fin alegría, risa, quizás semilla, origen. Así se cierra una herida. «No te pido que me quites las espinas, sino que las aceptes». Una lágrima rompe porque sí, y se queda en la nada, nadie la conoce, nadie la ha visto deslizarse y rodar en busca de la mar. Tiene salitre el rasgueo de la guitarra, teclas con flores el piano. Pero la voz se suaviza, no quiere matar de golpe, «quiero que seas feliz», me dice. Lo que estoy escribiendo, que resultará banal, insulso, a los sentidos que lo lean, tumba, arrastra, me hunde en mi mundo real, el que no existe, el que vive en el aire y respira de letras, de papel, de cigarros y cervezas. Vivo en la otra cara de la vida.
Siempre he visto a los barcos alejarse, hacia el oriente o el poniente, pero alejarse. Pasan. Sólo el barco de la estela de la luna se acerca y llega hasta mí en la costa, una soledad metálica, fría, que se posa a mis pies, único barco que atraca en mi puerto astillado para traerme más soledad y encallar junto a los demás barcos de las otras lunas. Y a barcos astillados suena el temporal de viento seco contra los ventanales.  Piano tocado con dedos de palo. Pero dedos que aprietan y abren y sajan y enloquecen la carne. Las caderas de la guitarra se estremecen. Caderas de agua y fuego, ondulándose en la noche, en la playa, descalzas las caderas, a la luz insinuadora de las hogueras, «te llamo porque pienso en ti, te he visto en las sombras, mirándome, viéndome bailar, me desnudabas con la mirada, he temblado». Tiempos viejos, remotos, imaginados, sombras dentro de las sombras, la otra cara de la vida real, tiempos también astillados, también varados junto con los demás escombros de los tiempos viejos. Ahora la música es otra, no es de mar. Es música de arrastres. De limpiarle la piel a los paraísos que se quedaron amarrados a aquellas tardes, aquellos encuentros temblorosos, aquellos besos furtivos que sabían a regiones de labios. Un tablero de ajedrez donde compiten los muertos contra los vivos. No hay color. Ya no hay colores. Ahora comprendo que he esperado sentado, no a que llegara la vida, sino la muerte. Buscarme el dolor para que la espera tuviera sentido. ¿Entretenerme? ¡No!, tenderle la mano a la tristeza herida, rescatarla de los pozos oscuros de las pesadillas y dejarla sentada en la plaza, por donde, era cosa de las hadas, pasaría el regreso, el soplo secreto, agitador, de dónde está el lugar. Aquí hay una isla, naufrago en ella. Donde el sol no tiene horas. Tiene distancias que el tiempo camina.    
  


                                                 Foto: Jorge García

                                           Quintín Alonso Méndez

                                                           

lunes, 18 de noviembre de 2013


Del libro de poemas "La soledad"



                                                           Foto: Jorge García


Te lo dije, Quintín, llegarás a viejo. Y aquí estás.
No me refería a la vejez de la edad, aunque también, pero eso es lo de menos,
sino a la decrepitud, a los años desangelados, resecos. Llegarás a sentirte rodeado de vidas
absolutas, te lo dije, tú en el centro, la nada absoluta, el núcleo desgastado,
hueco, muerto, y aunque quieras gritar, nadie va a oírte, te lo dije,
y aunque quieras extender las manos
tus huesos no te responderán, tienes el alma ida, ¿en qué parte?
Te lo dije, Quintín, llegarás a viejo. Y aquí estás.
A partir de ahora, siéntate a ver pasar la vida
y no te quejes: hay vejeces que no quieren mirar


Si me pides la vida, la viviré contigo.
Si me pides la soledad, moriré sin ti.
Por los grises del día navega una caricia desgarrada,
como una nostalgia, como una tristeza para verte


Cómo me tiemblas aquí, en este silencio callado


                                                                    Foto: Jorge García

                                                                Quintín Alonso Méndez


domingo, 17 de noviembre de 2013



                                       Del libro de poemas "Otoño"

Hoy un sueño
                          se colgó de los alambres
                                                                   de la luna.
Un racimo de uvas
                              cayó al suelo.
Mis labios supieron de la sed.
                                             Después de la sed

Estaba en la tarde, sintiendo la parálisis del tiempo, reverberando una luz en cada sombra. De repente el golpe, el escalofrío súbito en la espalda. Me estaba rozando la noche. La tarde me decía: se acabó, ahora todo es como si no hubiera ocurrido nada, y así es. Pero quédate aquí, que afuera el hambre es la disculpa del crimen, y no es el hambre, es la rabia por no conocer la sabiduría del hambre.
Si la tarde volviera, si dejara que mis manos recorrieran cada verso que trae, con el aire dibujado en las fronteras de las nubes. Si volvieran los suspiros que rodaban por las laderas manchadas de tierra. Si yo volviera, a sentarme en aquella piedra que me sigue esperando, ¿y quién borrará las derrotas?, ¿quién hace del olvido un principio de supervivencia?
Pero es sólo en la tarde donde el tiempo se detiene. Donde confluyen la niñez que no estuvo y la niñez que vendrá tarde. Donde se inicia lo que no tendrá continuación. Es en la tarde cuando se olvida la realidad, se alzan los brazos y la vida se embadurna en la alegría. La noche soy yo, que echo a andar y no miro. La noche soy yo, aquí, en el lugar preciso en el que los sueños no saben que afuera, muy lejos, el mundo existe, palpita. Qué importa que lo diga ahora. Lo que quise ya no está, y lo que quiero no viene, no vendrá. Quiero decir que nunca he estado. No fui y no iré. Es sencillo, se necesita nacer para morir, pero para morir no se necesita haber nacido: la muerte siempre estuvo ahí. La muerte es lo único cierto, lo único eterno. Y la vida me arrastra a la muerte. Seré inmortal si muero. Como la tarde. Vine a leerte las palabras que el viento enredó en tu pelo salvaje, arrancado a la raíz. Vine a sostener tu mirada en los brazos de la brisa, esa brisa del norte que sólo habla de ti y que me dice que en tu piel las frutas van dejando la ruta del sol. Vine a levantar tus manos y a sostenerlas así, bordeando las caricias de un atardecer. Vine para no estar. Vine para que supieras que estás tú. Tan malditamente perfecta. Tan hecha para ser vivida por quien sí está. Vine a saludarte desde los arcoiris del horizonte, a que te acostumbraras a buscar caracolas que te traigan la voz del mar en cada beso. Vine a enseñarte a gritar, a llamarme. Vine a decirte que no estoy no estuve estaré. Llevándote un verso, atándolo a tu cintura hija de la desnudez, a las enredaderas de tu vientre. Vine a llevarme una sonrisa tuya, para que en la muerte pueda tener un testigo, una prueba, de que no estuve pero quise venir. Amarte, aunque no aprendí
  



foto Jorge García

Quintín Alonso Méndez